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Un Moisés con pistola

La muerte de Yaser Arafat abre una nueva etapa en Oriente Medio. Después de más de treinta años al frente del proyecto palestino, puede que sea la desaparición física la que se convierta en la forja de su pueblo

ANP

León

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Pocos dirigentes han sido objeto de tanta admiración y tanto odio. Padre de la patria para unos, terrorista irredento para otros, libertador, dictador, corrupto... Yaser Arafat no dejaba a nadie indiferente... Nacido en El Cairo -por más que él jure que fue en Jerusalén-, estudió ingeniería en la Universidad Rey Fuad y fue en sus días de estudiante cuando se entrenó como fedayín y se implicó en el incipiente nacionalismo árabe. Participó en los cruentos combates que enfrentaron a árabes y británicos en Palestina y tras la creación del estado de Israel, se exilió a Kuwait, donde trabajó como empresario y trabajó a la sombra del Gran Mufti de Jerusalén, un asesino, aliado de los nazis antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Su afán por la causa palestina le convirtió en un errante crónico y pasó 27 años instalándose y huyendo por Jordania, Líbano, Túnez e Irak antes de regresar a Gaza en 1994 como presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) fruto de los acuerdos de Oslo. Su historia está llena de hitos, entre ellos la fundación de la banda criminal Al Fatá en 1959, su posicionamiento en la Organización de Liberación Palestina (OLP) y la ANP o su aparición ante la Asamblea General de Naciones Unidas en 1972, llevando una rama de olivo y una pistola, como medida de presión y befa del foro de paz que debía significar la ONU. Sin embargo, su logro más destacado se produjo en 1993 cuando firmó con el entonces primer ministro israelí Isaac Rabin -años más tarde asesinado- los llamados acuerdos de Oslo, que establecieron el autogobierno palestino en la Franja de Gaza y Cisjordania y el reconocimiento mutuo entre Israel y la OLP. Ese paso le valió al año siguiente la adjudicación junto al propio Rabin y el canciller israelí Simon Peres del Premio Nobel de la Paz. La leyenda Pocos mandatarios han conseguido construir a su alrededor una leyenda tan áurea como la que logró Arafat. Sobrevivió a varios intentos de asesinato, a un accidente aéreo y a numerosos complots para moverle la silla durante treinta años de liderazgo. Una muestra de esta suerte se materializó en los años setenta, cuando Arafat construyó un «estado dentro del estado» en el sur del Líbano. Aprovechándose de la guerra civil que devastaba el país, puso en marcha una red de asesinos que mataban a los libaneses, especialmente a los cristianos. Esta estrategia terminó cuando su eterno enemigo, Ariel Sharon, por entonces ministro de Defensa de Israel, lanzó una invasión en el Líbano que acabó con el sitio de Beirut. Cuando Arafat y sus soldados se rindieron, la comunidad internacional fue a su rescate. El rais sobrevivió además numerosos intentos de asesinato por parte de los israelíes y, sorprendentemente, durante el sitio de Beirut estuvo en el punto de mira de un francotirador, pero Sharon decidió no dispararle. Arafat fue el pionero de lo que se conoce como terrorismo televisado -secuestros aéreos e innovadoras formas de escenificación del asesinato-, que sirvió para propagar su causa por todo el mundo. Entre las mayores carnicerías que organizó cabe destacar el secuestro que condujo a la masacre de los atletas de las Olimpiadas de Munich en 1972. En 1986, un grupo ligado a él, secuestró el Achille Lauro y lanzó por la borda a un americano parepléjico en silla de ruedas. Pero ¿Cual es la razón para su carisma? Desde el principio, Arafat trató de poner en marcha una organización revolucionaria con tres criterios: independencia, unidad y relevancia. Sabía que las tres resultaban imprescindibles para impedir que países como Siria, Egipto y Líbano se aprovecharan de la causa palestina para su propio beneficio. Poco a poco fue convenciéndose de que Israel no podría ser dominado por la fuerza. Además, y a pesar de su odio a los Estados Unidos, el final de la guerra fría le hizo comprender que América era el único país que podía convencer a Israel para que hiciera concesiones políticas. Su nueva postura le convirtió en estadista, posición que ocupó hasta que rechazó el acuerdo ofrecido por Ehud Barak: todo Gaza y el 95% de Cisjordania. Lo rechazó y volvió a abrazar la violencia como arma para permanecer políticamente en el poder. Casado con la causa palestina, no dudó en hacerlo con una joven cristiana 35 años más joven que él. Cuentan las malas lenguas que cuando Arafat anunció a sus colaboradores que tenía pensado casarse no podía dejar de repetir lo mucho que amaba a Souha. Los colaboradores más cercanos del rais se quedaron estupefactos y, conscientes de que la noticia podía caer como un jarro de agua fría sobre los palestinos, la guardaron en el cajón durante un mes. Los dos protagonistas de esta historia de amor no podían ser más diferentes. Ella era rubia, occidental, francófona, burguesa, diplomada por la Sorbona, y cristiana. El pretendiente era un combatiente que no dormía jamás en la misma cama y siempre lo hacía con su pistola. Un matrimonio de kamikazes que perduró pese a todo.