Diario de León

Leonés de Portugal, judío, conquistador y ajusticiado

Luis de Carvajal | Nacido en una aldea de la Tierra de Miranda, al colonizador del mexicano Nuevo Reino de León le persiguió duramente la Inquisición por una profesión hebrea que nunca pudo probarse. Murió «de pesadumbre»

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EMILIO GANCEDO | texto
León

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Mogadouro. En las noches heladas de este pueblo sólo se oyen los tristes ladridos de los perros y los quejosos lloros de los niños con la boca ansiosa de oscuro pan de centeno. Las casas brotan, con su aspecto arracimado de cubículos color ceniza, del propio terreno, una greda quebradiza que ensucia como si fuera hollín. Ni una luz debajo de las estrellas, ni una hoguera, ni un candil. Todo duerme, sufre o se silencia en una continua quietud de negrura. Un manto de oscuridad cubre y recorre las calladas rúes , los llargos estrechos, las llanas eiras , los campos de muria , yerba y cebada. Grita, aúlla fuera, se enreda en la eigreija y en el mulín, e ignora los ojos de miedo y el rostro lleno de mocos de un rapaz que se asoma a la vida desde un viejo camastro en el que hipan, roncan y gimen sus hermanos. Ni una sola veleidad y sí mucha estrechez le fueron otorgadas. Sólo un terror estúpido que le agarrotaba los sentidos guiaba sus pasos por aquella aldea de nieblas continuas. Porque ninguna otra cosa vio en los albores de su existencia más que descolocadas imágenes; la furia de su padre, los ojos enrojecidos de su madre, los codazos y luchas de la prole por alcanzar el cacho de tocino de entre las aguadas sopas de la olla común, y el zurriagazo rápido del padre cuando se cansaba de que su descendencia rebullera más de la cuenta. Todo sus recuerdos estaban teñidos de una bruma pegajosa que impregnaba los rostros y los paisajes, las vacas huesudas y amarillas. Las calles embarradas de agua y escoria. Los prados empozados. El vaho saliendo de la boca de un sacerdote que hablaba en una lengua incomprensible. Un burru dándole una coz a un guaje que andaba metiéndole un palo por el culo y que le destrozó la nariz. Así eran sus vivencias, simples y mojadas por el entorpecimiento y la falta de horizonte, maltratado en muchas ocasiones por sus hermanos, humillado por su padre. Y sin saber siquiera lo que eran ni el maltrato o la humillación, puesto que apenas conocía sus contrarios, se refugiaba cerca de la cuadra, calentina, con olor a serrín y vapor tibio, y allí dejaba caer hierbecillas sobre el regato. Los tallos caían, se quedaban un momento quietos y desorientados, y después iniciaban un viaje que les llevaría a lugares lejanos. Los miraba partir y sentía un muy débil reflejo de esperanza, y a continuación se quedaba dormido apoyado en un fragante y suave pedazo de madera de roble. Era, pues, una forma de vida tan pequeña y falta de conocimiento, que ni siquiera se daba cuenta de cómo se comportaban los vecinos para con su familia: desde el simple menosprecio o la esquivez hasta el rechazo más manifiesto. Los labradores que pasaban y veían a los hijos de Gaspar de Carvajal y Catalina de León de la Cueva jugando con una vejiga de puerco sobre las losas húmedas o pegándose y revolcándose, solían dirigirles una mirada entre amenazadora y recelosa cuando no clavaban la vista en el suelo y caminaban más rápido. Otros callaban su torpe canción o silbo, los más escupían al suelo, se persignaban y murmuraban una oración. Una noche se despertó aturdido en medio de la pegajosa masa que formaban sus hermanos inermes, amontonados como cachorros, y sintió que necesitaba aliviar sus tripas. Salió a tientas hasta el corral. Allí se remangó la camisa remendada, su única ropa interior, de dormir y de diario, se puso en cuclillas y descargó sobre el abono. Después creyó oír algún ruido o rumor procedente de las cuadras, y se acercó instigado por un desasosiego que le inundaba y ensartaba el corazón advirtiéndole de su tremendo error, pero que por otro lado le azuzaba insensatamente a seguir adelante. Avanzó temblando hacia la pequeña puerta y, después de una helada vacilación, la empujó: allí se encontraban su padre y su madre, o por lo menos a ellos se parecían aquellas dos figuras que susurraban en medio de la noche. También parecíale recordar que había más gente, pero de este extremo nunca pudo ponerse de acuerdo consigo mismo. El resto eran visiones deslavazadas, algo alucinadas. Un libro. Velas. Colores. Lucecitas. Símbolos rasgados en la pared. Lo único que pudo jurar una vez pasado el tiempo fue lo vívido y doloroso de la sensación que le invadió: la interrupción de algo sacro. La vergüenza, la angustia y el calor en la cara se abatieron sobre él. Fue una de las mayores palizas que sufrió. Abatido sobre la cernada, uno, dos minutos, cuatro horas o siete días después de haber cruzado aquel umbral (nunca llegó a saberlo), la vara se estampó contra su cuerpo. Y cuando ésta quebró, el padre, inundado de una estremecedora furia, se abalanzó y lo golpeó con ambas manos aullando como una bestia. Lo apaleó hasta caer agotado, y luego imploró cara al cielo con el rostro lleno de lágrimas, suplicando algo en una lengua extraña. Después se marchó. Y allí quedó el chico, desmadejado y medio muerto. Un pequeño ratón se acerco a su destrozada nariz, lo olisqueó y se fue. La noche seguía hablando en su velado y críptico lenguaje de sombras, silencios y arrullos, y Luis respiraba despacio poniendo, inconsciente, todo su cuidado en sobrevivir. Después no hubo mucho más. Los días transcurrieron con gris regularidad y él miraba las cosas con desprecio desde sus vendas y su uolho entrecerrado. No le importaba nada. Pero cierta mañana, clara, y mojada de rocío, se halló a sí mismo sentado en un carro de aquellos que gemían como un gochín en el samartino. Miró a un lado y vio a su padre. Viajaban. Se iban. No sabía muy bien por qué, pero tampoco le importaba. Después de un viaje de muchas leguas llegaron a Sahagún, en el Reino de León, país del que procedía su padre. Allí se asentaron y don Gaspar comenzó a urdir, como quien teje un hilo que se va haciendo cada vez más fuerte, la red de su negocio. Alquiló los bueyes que traía con el carro y con ese dinero compró otros animales, algunos los vendió, otros los alquiló, y así emprendió una marcha lenta y segura. Seguridad y confianza Luis le ayudaba con cuentas y arreglo, espabilando por segundos, y maravillándose a la vista del nuevo y brillante color que tenían aquí las cosas; la espiga rubia, la teja colorada, el otero pardo, las iglesionas de vistoso ladrillo, el recio soportal. Le costó un poco comprender el dialecto, pero rápidamente se percató de que compartían gran cantidad de palabras de su aldea natal y corría por las calles inundadas de sol como si vistiera un cuerpo nuevo. Otro aspecto que le marcó, bien que de manera distinta, fue volver a experimentar el desdén y la distancia con que le trataban sus convecinos, algo que le hizo rememorar dolorosamente los días fríos de su infancia. Pero ahora se encontraba en una posición diferente, erguido como estaba: tenía el poder suficiente para enterarse por su cuenta de la causa exacta que provocaba en sus semejantes tal esquivez. La palabra que le sacó al que consideró el más impresionable de todos le llenó de temor antiguo y gran angustia. La palabra empezaba por jota y sólo sugería borrosas imágenes de cuernos de macho cabrío, insultos, amenazas y el impreciso recuerdo de un linaje maldito. Poco a poco, aquellas imágenes sepultadas entre los pliegues de su memoria se abrieron surgiendo de la carne viva, y todo comenzó a encajar con inaudita rapidez. Llevó ese secreto (cuya revelación le llevaba a la picota o al destierro) con silencio, resignación y rabia, pero también con cierta curiosidad e incluso con un honor extraño que nunca acertaría a explicar. Pasados unos años en Sahagún, y una vez alcanzada la mayoría de edad, comenzaría para Luis el tiempo de los viajes. Marcharon a una gran ciudad del Reino, Salamanca, donde vio morir a su padre y donde fue ayudado por su gordo tío Duarte de Carvajal, traficante de enseres y esclavos, quien le llevó a Lisboa y le abrió las puertas de un negocio que, a su juicio, venía como anillo al dedo a la ansiosa personalidad de su joven sobrino: le detalló cuatro instrucciones y le embarcó, con una carta de recomendación por todo equipaje, en una carabela rumbo al Senegal. Luis llegó a pasar trece años en Cabo Verde como contador de esclavos para la Corona de Portugal. Del viaje en barco a la vista de las fatigosas y húmedas costas africanas sólo recordaba que lo pasó entero vomitando el alma. Y de la llegada, aquella alborada caliente que le hablaba de la que sabía era su verdadera vocación; la de descubrir, la de ver por primera vez ríos, montes y praderas nunca hollados por el cristiano, de ser, en algo y por derecho, el primero de los Hombres. Allí fortaleció su instinto de dominio y mando, agudizó su afán por destacar, y viendo las riadas de hombres, mujeres y niños que eran conducidos hasta los barcos, soñaba con conducir huestes propias y ascender hasta perder de vista el suelo sucio de su infancia. Después de todo ese tiempo volvió a la Península. En Sevilla intentó establecerse como un auténtico caballero. y para ello comprobó que bastaba con observar a quien lo era. Importante era casarse, y así lo hizo con Guiomar de Rivera en 1564. Y también llevar una vida ordenada, por lo que emprendió un negocio de contratación de cereales. Mas fracasó, dándose cuenta de lo poco que servía para la vida urbana e inmóvil, y así, en cuanto tuvo noticia de que un navío de vinos salía para la Nueva España, allá se embarcó pese a las protestas, ignoradas, de su joven mujer, y de su hermana y otros parientes, prendida de nuevo en su pecho la llama de la enorme curiosidad y la desmedida ambición. Porque incluso hasta su pueblo había ido a rescatar a lo que pudo encontrar de su familia, que seguía en el mismo estado de ignorancia y olvido. Rumbo a América Después de un largo e inseguro viaje llegaron al Nuevo Mundo. La promesa que este continente recién nacido encerraba para Luis era tan formidable que le hizo brincar el espíritu al primer contacto con esa tierra que olía tan a tierno y sano como un bebé. Sus gestiones fueron rápidas y conducidas por la pasión y el anhelo indomeñable: compró una hacienda a Lope de Sosa y en 1568 fue alcalde de la población de Tampico. Formó parte de la expedición que Francisco de Puga hizo a Valles y Zacatecas (1573) para encontrar el camino a Mazapil y la Nueva Galicia, divisando con un sobresalto, por primera vez, los lindes de las tierras por descubrir. Figuró como corregidor en Tamaulipas (1575), capitán de la Huasteca y otros cargos. Y durante todo ese tiempo puso en práctica lo aprendido en Cabo Verde, continuando la práctica del comercio de esclavos, llegando a convertirse en destacado y hábil traficante. Su mente inquieta fijó como objetivo la ocupación de países hacia el Norte, y sin ver trabas ni dificultades, volvió a España y llegó a obtener del rey Felipe II una licencia para explorarlos. Pero más que una cédula en blanco que le otorgara el poder de bautizar con su aliento y su mirada ignorados horizontes, todos cuantos deseara, en realidad no era sino una zona delimitada, bien que vastísima: «Desde el puerto de Tampico, río de Pánuco y las minas de Mazapil, hasta los límites de la Nueva Galicia; y de allí hacia el norte lo que está por descubrir de una mar a otra, conque no exceda de doscientas leguas de latitud por otras doscientas de longitud, que se llame e intitule Nuevo Reino de León». En 1580 emprendía la aventura: el documento especificaba las características de los cien hombres que lo habían de acompañar: «...los sesenta dellos labradores, casados, con sus mujeres e hijos y los demás soldados y oficiales (...) sin pedir a ninguno de todos ellos información alguna (...), tenga mucho cuidado de que sean personas limpias y que ningún casado deje a su mujer en estos reinos». Desde Pánuco se internó en el actual Nuevo León, tierra de escarpadas montañas, llanuras inmensas y espectaculares atardeceres. En unas antiguas minas fundó la ciudad de León, y «a media legua», la villa de Cueva. Creó el asentamiento de San Luis, prosiguiendo hasta el ya establecido de Saltillo, del que tomó posesión por hallarse bajo su teórica jurisdicción. Dejando como teniente de gobernador a Luis de Carvajal el mozo, volvió a La Huasteca en 1584, fecha en la que sus asuntos comenzaron a torcerse. Muchas de las villas y pueblos que fundó, deprisa y corriendo; con cuatro colonos, tres estacas y una rúbrica, comenzaron a despoblarse o fueron saqueados por los indígenas. Desconocedores del terreno y sus características, las cosechas de los primeros labradores no prosperaron. Y mientras los colonos maldecían a su descubridor, éste iba a caer en el más negro pozo justo cuando su riqueza alcanzaba grandes proporciones: Seguramente sus convecinos no pudieron evitar poner una cara de absoluto estupor al saber que el tratante rico, el orgulloso marido, el altivo caballero oraba a un dios prohibido y silabeaba rezos en una lengua maldita. La verdad o mentira de esta noticia que a todos impactó como el reñubero en día claro era algo difícil de desentrañar porque fue en esa época cuando el poderoso virrey de Nueva España, Álvaro Manrique de Zúñiga, abrió proceso contra don Luis, acusándole de invadir jurisdicciones que no le pertenecían. Por medio de Pedro de Vega, procurador de la Real Audiencia, Carvajal pidió amparo de lo que le pertenecía y consiguió una real provisión a su favor fechada en México el 18 de enero de 1582. Resentido, el virrey se propuso acabar con él. «El peixe grande traga al chico», comenta con acierto el cronista. Y a los oídos de Manrique llegó, justo a tiempo, el rumor agrio de un fraile disgustado porque don Luis no le había otorgado un puesto destacado en el clero de la recién nacida León: le acusó de haber encubierto a Isabel Rodríguez de Andrada, su sobrina. Según el clérigo, Carvajal terminaba de leer un salmo con la fórmula habitual: Gloria Patri, et Filio, et¿cuando fue bruscamente interrumpido por ella: «No diga eso, tío, que el Hijo aún no ha venido», le espetó. Al mismo tiempo que era llevado a la cárcel de México y encerrado allí, la mayoría de los colonos huían de Nuevo León, tierra estremecida por el abandono y la sublevación. La Inquisición, ávida de limpiar el honor cristianísimo de toda la Corona, rastreó su genealogía y procedencia. Seguida su causa simultánea a la de su hermana, sobrinos y otros parientes, las declaraciones de éstos coincidieron en que era un cristiano íntegro. Con todo, fue declarado «fautor y encubridor», y condenado a abjurar de vehementi. El 24 de febrero de 1590, en un auto público celebrado en la catedral de México, leyó la abjuración con lo cual le fue levantada la excomunión mayor. Su hermana y familiares fueron torturados y quemados en la hoguera. Se le sentenció también a «destierro de las Indias de Su Majestad por tiempo y espacio de seis años». Pero la sentencia no fue cumplida; ya que Carvajal, en la prisión, murió al poco tiempo «de pesadumbre», dice el cronista. Quizá con el recuerdo perdido allá, en una nublada aldea de Miranda, enroscada la memoria en los sones de la gaita y la chifla, su alma abrumada por el peso de la traición y el engaño. Él sólo había deseado escapar del lodo de su tierra, del desprecio, el sufrimiento y la miseria. A lo mejor no quería volver a ser apaleado por su propio padre y despertar en medio de la noche con el alma sangrando de dolor y de vergüenza.

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