Diario de León
Los braceros del Nazareno esperan en la Plaza Mayor a que la Virgen y el San Juan den comienzo al En

Los braceros del Nazareno esperan en la Plaza Mayor a que la Virgen y el San Juan den comienzo al En

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León

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|||| ... La pasión de Cristo avanza con lentitud frente al parque San Francisco, único privilegiado que verá nacer y morir la Procesión de Los Pasos. La Oración en el Huerto se abre camino seguida de cerca por el Prendimiento, la Flagelación y la Coronación. Tambores y cornetas pierden poco a poco su timidez inicial alentados por el sonido de las marchas. Atrás quedan ya horas de ensayos, reparaciones, montajes, adornos florales y el trabajo sucio que nadie suele ver y sin el cual «la más grande» de la Semana Santa leonesa no luciría en todo su esplendor. Son esos anónimos los que guardan en su alma el verdadero secreto de lo que lejos de folclores, tradiciones y tantas veces simple apariencia, significa tan admirada fecha: humildad, sencillez y servicio. Dicen que cada papón vive la procesión del Viernes Santo de manera diferente, la mía no tendría sentido sin todos ellos.

El Nazareno se encorva cansado, sabe que por más ayuda que el Cirineo le preste, es él quien debe cargar con esa cruz. Su rostro, casi humano, recoge el sufrimiento de un hombre al que días atrás la muchedumbre aclamaba con palmas y ahora sin embargo le escupían y pegaban; sus ojos, reflejan el amor de un padre hacia sus hijos. Tan sólo llevo dos minutos frente a mi paso y su estampa ya me ha estremecido. Emilio, el bracero mayor, comienza a pasar lista, los titulares ocupan sus puestos mientras el resto de hermanos le persiguen de un lado a otro esperando un hueco, una almohadilla libre que poder ocupar si él lo cree conveniente. Momentos de tensión, nerviosismo, el titular de la cofradía ya se deja ver desde la puerta. Último Padre Nuestro y capillos abajo, todos se vuelven uno, todos somos ya nazarenos.

He tenido suerte, esta vez no habré de esperar a la triste desbandada de después del Encuentro para «hacer unas tiradas». Pasadas las Carbajalas y su inseparable cuesta, se puede oler el fervor del pueblo que se agolpa en la Plaza Mayor. El cielo amenaza por primera vez. Sin apenas con tiempo para digerirlo me doy cuenta que llevo a Jesús Nazareno sobre el hombro izquierdo mientras los braceros más antiguos me enseñan, pacientemente, cómo se deben dar las curvas sin tropezarse.

Miro a derecha e izquierda, suelto unos cuantos pisotones y lejos de recibir una arenga obtengo comprensión. San Juan se arrodilla ante la Virgen y lo estoy viendo en primera línea. Los pasos se balancean más deprisa de lo normal y admirado experimento qué se siente al bailarlos por primera vez. Es ahí cuando mi mente vuelve a un pasado no tan lejano y aparecen Maxi, Pablo o Alberto, hermanos que permitieron que pujara cuando sólo era adulto de DNI.

La pulchra leonina esconde su majestuosidad cuando se observa desde Mariano Domínguez Berrueta. Una vez ante ella doy gracias a Dios por ser de aquí. Transcurren las horas y entiendo el por qué del descanso. Descanso tantas veces odiado por los suplentes que aún esperan su oportunidad y decepcionados asisten a la milagrosa recuperación que un buen café con churros ejerce sobre los titulares. Aunque esta vez el seise y el bracero mayor les harían justicia colocándolos a todos. A mí me restan sesenta minutos para gustar la mítica tortilla francesa con su tazón de leche en casa de Mariví -”nunca me cansaré de agradecérselo-”.

El Ecce Homo echa a andar y reflexiono sobre lo que habría ocurrido si Pilato no hubiera dado orden de crucificar a Jesús ante la insistencia de los judíos, quizá ahora yo no estaría salvado, ni tampoco el resto de hermanos que me rodeaban, ni sus familias, ni los miles de personas que abarrotaban las calles, y mientras se me escapa una lágrima de alegría, miro hacia atrás y le doy gracias por tal sacrificio. El cansancio físico desaparece, la puja vuelve a cobrar sentido.

Temido final

El Palacio de los Guzmanes es testigo del segundo aviso, nubes negras han tomado el cielo. El abad junto con los seises y el director nato de la cofradía inician una improvisada asamblea de sabios, la consigna está clara, hay que aumentar la marcha. Aparece el desconcierto, las prisas no son buenas consejeras y los hermanos se irritan, cada uno tiene su opinión de lo que ha de hacerse y la unión que hasta ese instante predominaba entre los braceros, parece desvanecer. En Santo Domingo ya es demasiado tarde, llueve, cada vez con más fuerza. Enseguida se tapan con plásticos todas las imágenes y se renuncia a Ordoño II para dirigirse a toda prisa por Independencia camino a casa. No podía ser cierto, mi primer año como titular y el agua aguaba mi fiesta.

Tras varias discusiones entre los braceros, en las que primaba el orgullo y la soberbia, hubo un intento de abandono de un gran número de ellos. De nuevo descubría sensaciones en una procesión, aunque en este caso desagradables. Y fue justo en ese momento, en ese mismo instante, en el que Emilio alzó la voz enfurecido para mandarnos callar y recordarnos qué llevábamos a hombros y lo que significaba para mucha gente. No podría escribir sus palabras, ni tampoco sé muy bien cómo nos sentaron, sólo recuerdo que instantes después el silencio se erigió protagonista y pujamos unidos como si alguien nos llevase en volandas.

Una vez en Santa Nonia, con el Nazareno a salvo y mientras el resto de hermanos cogían las flores del paso, vi a Emilio llorar amargamente por tan injusto final. Años después, entendí que aquella lluvia salvó la procesión y que «el espíritu de los anónimos» se hizo presente para recordarnos el verdadero secreto de lo que lejos de folclores, tradiciones y tantas veces simple apariencia, significa tan admirara fecha: humildad, sencillez y servicio.

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