Diario de León

RELEVO EN LA CORONA

Juramento en sepia

Juan Carlos sucedió al caudillo Franco un 22 de noviembre de 1975. Así fue aquella proclamación.

La proclamación de Juan Carlos en las Cortes, junto a su esposa e hijos.

La proclamación de Juan Carlos en las Cortes, junto a su esposa e hijos.

Publicado por
ALFONSO S. PALOMARES / Madrid
León

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Las cosas no siempre son como se ven, depende desde donde se miren y los partidarios de la democracia seguimos con escepticismo la coronación de Juan Carlos I. No había demasiadas razones para el optimismo conociendo las raíces que apoyaban su legitimidad. El día 20 de noviembre de 1975 amaneció con la noticia de que Franco había muerto, la anunció el presidente del gobierno, Arias Navarro con lágrimas de dolor y la voz entrecortada por la tristeza.

La España oficial se vistió de luto, la clandestina brindó con champañas clandestinos. No fue una sorpresa aquella muerte, ya que según se filtraba desde el equipo médico habitual era imposible mantener con vida el presunto cadáver, a pesar de los ensañamientos quirúrgicos a que le habían sometido.

Los medios de comunicación oficiales y oficiosos glorificaban la obra del Caudillo y los guardianes de las esencias repetían la frase de que Franco lo dejaba todo atado y bien atado. El heredero ya había asumido de manera interina la jefatura del Estado durante unos meses el año anterior, pero Franco volvió a retomar sus poderes, la falta del poder le provocaba ansiedad, alimentada por su yerno el marqués de Villaverde y otros familiares como su esposa doña Carmen, querían que el victorioso Caudillo muriera con la espada puesta.

Confianza en los milagros

Pero la segunda vez no fue posible, el Príncipe asumió la jefatura del Estado sabiendo que en esta ocasión su interinidad no tendría vuelta atrás, a pesar de que muchos confiaban en un milagro cuando el arzobispo de Zaragoza y consejero de Reino, monseñor Cantero Cuadrado, acudió con el manto de la Virgen del Pilar para cubrir con él el cuerpo del ilustre enfermo. En contra de la esperanza mágica, el manto no hizo el milagro. Y verdaderamente Franco terminó muriendo, desatando un diluvio de llantos rituales, algunos desesperadamente sentidos, se iba el hombre calificado de providencial durante cuarenta años. El último gran cruzado de Occidente.

Los mecanismos de la sucesión se pusieron en marcha de acuerdo con la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado. Según el entramado legal, le sucedería el príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón a título de Rey y con todos los poderes del dictador. Franco había establecido que se trataba de una corona instaurada, lo había escrito con toda claridad en una carta dirigida a don Juan, el 16 de julio de 1969: "Yo desearía que comprendierais que no se trata de una restauración, sino de la instauración de la monarquía como coronación del proceso político del Régimen, que exige la identificación más completa con el mismo, concretado en las Leyes Fundamentales refrendadas por toda la nación". Dinamitaba las esperanzas de don Juan, pero no se resignó y, a pesar de que el Conde de Barcelona luchó para torcerle el brazo al destino, no lo logró.

Puros ritos del franquismo

A los dos días de la muerte de Franco, el 22 de noviembre, haciendo un paréntesis en el luto oficial, en una ceremonia empapada por la tristeza del recuerdo a Franco, se procedió a la proclamación por las Cortes generales como Rey de España a Juan Carlos. El acto se desarrolló según los más puros ritos establecidos por el franquismo.

El joven príncipe apareció vestido de capitán general de los Ejércitos, acompañado de su esposa, las dos hijas y el hijo Felipe, predestinado a ser el heredero. Le acompañaban otros familiares, mientras que su padre lloraba en Estoril el trono perdido, aunque sin renunciar a los derechos dinásticos. Los procuradores presentes acogieron la llegada del lacrimoso presidente Arias Navarro con una cerrada ovación.

Los miembros del Consejo de Regencia, formado por el presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez Valcárcel, el arzobispo de Zaragoza, monseñor Cantero Cuadrado y el teniente general Salas Larrazábal presidieron la ceremonia. A la derecha del atril central, sobre un cojín de terciopelo rojo con brocado, estaba la corona de oro repujado rematada por una gran cruz. A su lado, se extendía el cetro de plata labrada y con la empuñadura de cristal de roca. El momento más solemne fue cuando el presidente del Consejo de Regencia y de las Cortes, señor Rodríguez de Valcárcel, tomó en sus manos el libro de los Evangelios y acercándose al heredero pronunció con el tono de las grandes solemnidades: "Señor ¿Juráis por Dios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino?»El heredero recitó con voz clara y emocionada: "Juro cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino, así como guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento nacional".

Rodríguez de Valcárcel cerró el momento que exaltaba a Juan Carlos al trono de España con el ritual: "Si así lo hiciéreis que Dios os lo premie, y si no, que os lo demande." El nuevo rey reconoció la labor de Franco, expuso una visión optimista del futuro y destacó su plena confianza en el pueblo español. Franco estaba de cuerpo presente en el palacio de Oriente, pero su espíritu flotaba en el ambiente de aquellas Cortes devotas de su legado. El nuevo rey y la joven reina recorrieron entre aplausos las calles que llevan desde las Cortes al palacio de Oriente para orar ante el cadáver de Franco. Se sentaron en la parte derecha del ataúd mientras las interminables colas seguían desfilando. En la homilía del funeral, el cardenal González Martín, arzobispo de Toledo, le despidió como la espada más limpia de la cristiandad. La misa del Espíritu Santo o de Coronación del Rey la ofició, en la iglesia de los Jerónimos, el cardenal Tarancón con una homilía aperturista, instándole a ser el rey de todos los españoles.

El destino había colocado a Juan Carlos en una de las situaciones dinásticas más confusas que puedan darse en una trasmisión monárquica. Parecía imposible que pudiera salir indemne y con la cabeza coronada de aquel laberinto envenenado. Heredero de Franco y del franquismo, era rechazado por los celadores observantes del Régimen, por los falangistas ortodoxos. Acusado de traidor por los monárquicos y desleal a la monarquía que encarnaba su padre. Despreciado por toda la gama de políticos que se habían opuesto a la dictadura y que solo aceptarían la democracia. Ahí se alineaban los comunistas, la amplia gama de los socialistas, los nacionalistas y los devotos del amplio arcoíris republicano.

Tuvo fortuna la expresión de Vilallonga calificándole como Juanito el Breve. Parecía el personaje ideal para una tragedia de Shakespeare o Esquilo. No lo fue. Haciendo inverosímiles acrobacias rompió con las ataduras del pasado, alentó reformas políticas que permitieron saltar de la dictadura a la democracia. Lo que llamamos Transición. Adquirió la legitimidad dinástica por la renuncia de su padre a la Corona, trasmitiéndole a él todos los derechos. Logró la legitimidad jurídica injertándose en la nueva Constitución pactada por todos los partidos políticos y votada democráticamente. La legitimidad de la aceptación popular la ganó parando el golpe militar del 23-F. Con estas tres legitimidades y con más luces que sombras reinó 39 años. Juan Carlos ha sido muy útil para su país. Que tenga una larga y tranquila jubilación.

Posdata por un premio

En 1995, iban a entregarse el Premios de Periodismo Rey de España a Beatriz Magno por un reportaje que narraba oscuros episodios de venta de niños en adopción en Brasil y una posible venta de órganos en la que podían estar implicados ciudadanos norteamericanos. Se desató una tormenta diplomática. El embajador norteamericano Richard Gardner, me llamó hecho una furia, tomó también cartas en el asunto el Departamento de Estado que presionaron sobre nuestro ministerio de Asuntos Exteriores, el jefe de la Casa Real, Fernando Almansa, y el Rey. En la entrega en la Zarzuela, el Rey me llamó aparte y me dijo: "¿Sabes lo que me propuso el embajador para que no entregara el premio? Nada más y nada menos, que fingiera una enfermedad. No te fastidia, le mandé a hacer puñetas de la manera más suave posible, pero que debía entender que el Rey no se pone enfermo por la voluntad de un embajador por muy poderoso que sea el país que representa.

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