Diario de León

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Viaje en el tren de los valientes

Nada parece haber pasado en los servicios de cercanías de Renfe, pero muchos viajeros de aquel 11 de marzo aseguran que no podrán olvidar la peor pesadilla de sus vidas

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Eric San Juan - madrid
León

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Seis meses después de los atentados, del horror vivido en los trenes el 11 de marzo, los servicios de cercanías de Renfe viven inmersos en una normalidad casi absoluta. El bajón del número de pasajeros tan sólo se notó en marzo y abril, pero en mayo ya se recuperaron las cifras previas a la masacre. Los trenes continúan su servicio con una tranquilidad que no impide detectar un rastro de tensión. El mismo tren que hace seis meses sufrió el horror en la estación de Atocha sale de Alcalá de Henares a las 7:03. Nada hace pensar que este mismo trayecto se convirtió en la peor pesadilla que se recuerda. Cuando el sol todavía remolonea, la estación alcalaína vive el ajetreo habitual de los viajeros que llenan el tren para acudir a su trabajo y que, aunque no pueden evitar que una cierta preocupación por lo que pudiera pasar les invada, han vencido el miedo. La escena del vagón es idéntica a la de cualquier tren entre las siete y las ocho de la mañana. Trabajadores que aprovechan el traqueteo para apurar el último sueño, lectores de periódicos y libros, grupitos que mantienen conversaciones casi en voz baja. Javier, de 31 años, charla con sus compañeros habituales de trayecto. No tiene traumas a pesar de que el día de los atentados vivió el horror desde el tren que saltó por los aires en la madrileña calle Téllez. Asegura que no suele pensar en lo que sucedió aquel día ni siquiera se acordaba de que este sábado se cumplen seis meses y sólo se lo trajo a la memoria un programa de televisión. Cuando echa la vista atrás, Javier vuelve a ver los cuerpos mutilados, los cadáveres, la histeria colectiva, siente de nuevo la angustiosa espera a que llegara la ayuda sanitaria y se ve a sí mismo, impotente, tratando de ayudar al que lo necesitara. A pesar de la horrible experiencia, Javier no cambió un ápice sus costumbres, y el lunes 15 de marzo, cuatro días después de la carnicería y con el país todavía conmocionado por la avalancha de acontecimientos, era de los pocos que se atrevieron a hacer el mismo trayecto a la misma hora. «Ese día no sé si íbamos cinco en el vagón», recuerda. Una de las acompañantes habituales de Javier es Marta, una estadounidense de 26 años que vive a caballo entre Nueva York y Madrid y que parece tener un sexto sentido para huir de los atentados. El 11 de septiembre de hace tres años, cuando el mundo entero se estremeció por el derrumbe de las Torres Gemelas, ella estaba en Madrid y este 11 de marzo estaba en Nueva York, angustiada porque uno de los trenes que explotó era el que solía coger para ir a trabajar. «No monto más preocupada a los trenes, para mi todavía no son verdad los atentados porque no los viví de cerca», cuenta Marta. En cambio, sí tiene presente el ataque que sufrieron las Torres Gemelas porque «allí se recuerda más el 11-S que aquí el 11-M». Sin embargo, reconoce que «después del 11-S la gente no pudo volver a las torres mientras que aquí la gente ha tenido que volver a los trenes y es duro». Dorica, una rumana de 30 años que hace el viaje enfrascada en la lectura de un libro, también evitó los atentados a pesar de que era una habitual del tren que estalló en la calle Téllez. Aquel día, tuvo la suerte de que su hijo se pusiera enfermo y le obligara a quedarse en casa una hora más. Al contrario de lo que se pudiera pensar, a Dorica no sólo no le asusta volver a subir a los trenes sino que se siente más segura que antes: «No voy con miedo porque ya ha pasado y no creo que vuelva a pasar». Miedo a los trenes Otros no han podido volver a subirse a un cercanías desde entonces. Juande, de 26 años, no tuvo más remedio cuando se averió su coche, pero procura evitarlo porque los recuerdos de lo que vivió en la estación de El Pozo se agolpan en cuanto se acerca a una estación. «Cada persona que veía con una maleta, cada gesto, me hacía sospechar», afirma. Aníbal pasa por la misma experiencia con el agravante de que tiene que usar el tren a diario. «En cuanto veo una mochila -relata- estoy atento, si veo algo parpadear no me tranquilizo hasta que no para, me sobresaltan los apagones». Mientras el sol despunta poco a poco, las estaciones que se tiñeron de sangre van desfilando por la ventanilla sin que nadie preste especial atención. La primera es la del barrio de Santa Eugenia, donde la única señal de la masacre es la pantalla colocada en una esquina para que los viajeros que deseen dejen su mensaje de recuerdo a las víctimas. Algo parecido ocurre en la parada de El Pozo del Tío Raimundo, en la que los taquilleros reconocen que la normalidad total no se recuperó hasta junio, cuando se retiró la multitud de velas y recordatorios que inundaban la estación.

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