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El Papa que vino del Este

Insaciable combatiente del paganismo de Occidente, este polaco deportista y seductor sobrevivió al acoso de Hitler, a las conspiraciones vaticanas y a un atentado sin esclarecer

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Antonio Paniagua - madrid
León

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Cuando Karol Wojtyla fue proclamado Papa el 16 de octubre de 1978 para suceder al efímero Juan Pablo I, cundió la expectación: casi nadie conocía al nuevo Pontífice polaco, cuyo nombre, impronunciable para muchos, era un enigma. No sólo era el primer Papa no italiano en 455 años, sino también el único que alcanzaba el sillón pontificio proviniendo de un país del bloque del Este. Capaz de aderezar su severidad granítica con una sonrisa paternal que encandilaba a la feligresía, el Papa Juan Pablo II estaba igualmente dotado para equilibrar la balanza entre lo místico e intelectual, de una parte, y el más puro estilo populista, de otra. En la carismática figura de Juan Pablo II se dieron la mano su tendencia a la mediación política en conflictos de diverso signo -desde el canal de Beagle, pasando por el Líbano, Panamá y, especialmente, Polonia-, la devoción mariana, el milenarismo -era conocedor del tercer secreto de Fátima- y su apuesta por el ecumenismo. Adalid de la nueva evangelización y combatiente del paganismo y la secularización que impregnan a Occidente, Juan Pablo II fue uno los primeros jerarcas de la Iglesia católica que supo seducir a través de los medios audiovisuales. Karol Wojtyla nació el 18 de mayo de 1920 en Wadowice, un pequeño pueblo de la archidiócesis de Cracovia. Su padre, Karol, era un teniente retirado, y su madre Emilia Kaczorowoska, una institutriz que murió cuando su hijo apenas contaba 9 años. Sería éste un acontecimiento que inclinó al pequeño Karol a profesar una acendrada devoción mariana. En su juventud ya demostraba afición por el teatro, una pasión entreverada con su precoz vena religiosa. Se cuenta una anécdota que ilustra esta vocación: el pequeño Wojtyla se quedó estupefacto cuando vio en una taberna cómo el actor que interpretaba a Jesús bebía cerveza. Cuando murió su hermano, «Lolek», como llamaban los amigos al que fuera regir los destinos de la curia romana, marchó a Cracovia a estudiar en la Universidad. En Cracovia quedó marcado por las ambiciones de Hitler, quien tras ocupar Austria y Checoslovaquia, firmó un acuerdo con la URSS para que ésta se inhibiera y dejara las manos libres a los alemanes para invadir Polonia. La ciudad polaca, en la que Wojtyla ayudaba al padre Figlewicz en misa, quedó asolada por los nazis. Víctima de Hitler Bajo el dominio hitleriano, Wojtyla se vio obligado a interrumpir sus estudios y trabajar en las canteras de Zakrowek, a las afueras de Cracovia. Por entonces Wojtyla hacía sus pinitos en la resistencia. Son tiempos en que se enrola en el «Teatro Rapsódico», que pone en escena obras de sesgo nacionalista, burla la vigilancia alemana y ayuda a huir a familias judías de guetos, procurándolas documentación falsa y refugio. Las noches las dedicaba al estudio. La desgracia se cebó en su persona cuando una mañana en que salía a trabajar, todavía envuelto por los jirones del sueño, un autobús le atropelló y le fracturó el cráneo. Se recuperó rápidamente, pero de nuevo se vio sacudido por la tragedia. Otro día, cuando fue a visitar a su padre, se lo encontró muerto. Portero de fútbol Nada hacía pensar que el joven Wojtyla se viera tentado por la sotana. Era un gran deportista -jugaba al fútbol de portero-, con veleidades poéticas y hombre de animada conversación, fornido y de complexión atlética. Así transcurrió su juventud hasta que conoció a Jan Tyranowsky, el «sastre místico», quien le infundió su amor por la oración. Bajo su protección se decide a comenzar los estudios de sacerdote en el seminario clandestino capitaneado por el cardenal y arzobispo de Cracovia, Adam Sapieha. Por entonces Wojtyla, que figuraba en la lista de los llamados a ser exterminados por los nazis, se refugió en los sótanos del arzobispado durante seis meses, durante los cuales no pudo atisbar los rayos del sol. Cuando Polonia recupera la libertad, el 1 de noviembre de 1946, Wojtyla es ordenado sacerdote y el cardenal Sapieha le envía a estudiar a Roma. Licenciado en Teología en el Pontificio Ateneo Angelicum de los dominicos, acaba su doctorado en Teología con una tesis sobre «La fe en San Juan de la Cruz», un trabajo para el que tuvo que aprender español. De regreso a Polonia, en 1948, el cardenal tenía planes para Wojtyla: la dedicación a la docencia. Pero, tras su paso por Roma, el purpurado decide destinarlo a la parroquia del pequeño pueblo de Niegowick, con el fin de que fuera imbuyéndose de la realidad del país. En Niegowick desarrollaría su conocida afición por la montaña. En noviembre de ese mismo año es autorizado para ejercer la docencia en la Universidad y el 17 de agosto de 1949 vuelve a Cracovia, desempeñando la labor de coadjutor de la parroquia de San Froilán, una las más importantes y emblemáticas de la ciudad. Nombrado profesor de Teología Moral y Ética Social del Seminario Metropolitano de Cracovia el 1 de octubre de 1949, al año siguiente comienza a impartir clases de Ética en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de Lublin, en la que, en 1956, sería designado director de la cátedra de la asignatura. En 1958, justamente cuando realizaba una de sus excursiones por el campo, recibe un telegrama en el que se le anuncia su nombramiento como obispo auxiliar de Cracovia, cometido que simultaneará con las clases que imparte en las Universidades de la ciudad y de Lublin. Wojtyla sufrió en carne propia el recrudecimiento de la persecución de los sacerdotes y obispos en Polonia. Fue testigo de las hostilidades entre el Estado y la Iglesia, institución que, con Stefan Wyszinsky a la cabeza se muestra beligerante en la batalla. En Wojtyla, Wyszinsky ve un excelente colaborador. Pablo VI le nombra el 26 de julio de 1967 cardenal. Casaroli pretendía atemperar las relaciones de la Iglesia con el Este y observó en Wojtyla un buen aliado como contrapeso al intransigente Wyszinsky. De hecho, a Wojtyla se le llegó a considerar el cerebro en la sombra de la Conferencia Episcopal Polaca. Cristo versus Marx Es por fin en 1978 cuando se sienta sobre el trono de Pedro, revelándose como un Papa que congrega masas, proclive a romper el protocolo, que habla de su aspiración de una Europa sin divisiones en la que Cristo, y no Marx, se erija en abogado de los desposeídos. Es un Pontífice que viene del Este, el más joven del siglo XX y el primero que en 456 años de historia de la Iglesia no ha nacido en Italia. Se rodea de adeptos y fieles, más espirituales que intelectuales, más afines a la ortodoxia teológica que a enfrentar los retos de una sociedad secularizada. Juan Pablo II fue el Papa viajero. Dio varias veces la vuelta al mundo, recorrió más de un millón de kilómetros y realizó un centenar de viajes internacionales. Durante su pontificado publicó 14 encíclicas y presidió 15 sínodos de obispos. También pasará a la historia por el atentado que -el 13 de mayo de 1981- sufrió a manos del terrorista turco Alí Agca en la Plaza de San Pedro de Roma. En su crítico estado invocó a la Virgen de Fátima, de cuyos secretos se mostró totalmente convencido. Los proyectiles alcanzaron al Papa hiriéndole de gravedad en el vientre y le rozaron el codo derecho y el dedo índice de la mano izquierda. Obrara o no el milagro de la Virgen de Fátima, lo cierto es que la bala por pocos milímetros no llegó a tocar la arteria aorta, lo que habría acarreado la muerte fulminante del Pontífice. Quizá la verdad de todo sólo la sepa Wojtyla, quien visitó en la cárcel de Rebbibia al preso Mehmet Ali Agca, condenado a cadena perpetua, el 23 de diciembre de 1983. Más que una entrevista aquello pareció una confesión. El turco besó la mano del Pontífice en señal de arrepentimiento. «Le he hablado como se habla a un hermano al que se ha perdonado, tiene mi confianza», dijo el Papa al salir de la cárcel. Luego, en repetidas ocasiones, Ali Agca aseveró que el Papa «lo sabe todo». En cualquier caso, Wojtyla jamás quiso desmadejar el ovillo de la trama terrorista. Diez años después, el 15 de julio de 1992, Juan Pablo II era operado de un tumor benigno de colon, al tiempo que le extirpaban la vesícula. La salud del Pontífice comenzaba a partir de entonces su declive. Un sacerdote español, Juan Fernández Krohn, un desequilibrado mental, intentó también matarle en Portugal. Al margen de los percances de salud, Juan Pablo II tuvo momentos amargos cuando el Vaticano se vio envuelto en el escándalo del llamado «banquero de Dios», Paul Marcinkus. Con las disidencias teológicas tuvo sus más y sus menos. Fue inflexible con los teólogos de la liberación, que sufrieron sus requisitorias, y más contemporizador con el integrista cardenal Marcel Lefebvre, de quien siempre esperó un gesto para evitar el cisma. En su lucha contra las desviaciones teológicas, contó con la ayuda del cardenal Joseph Ratzinger, bautizado por la prensa como «guardián de la ortodoxia». Juan Pablo II viajó en cinco ocasiones a España, el tercer país más visitado durante su pontificado, detrás de Polonia y Francia, y en igualdad con Estados Unidos y México. Karol Wojtyla, que aprendió español leyendo a San Juan de la Cruz, veía en España un país que mantenía similitudes con Polonia. Ambas naciones tenían una profunda tradición católica y ambas se encontraban en trance de perder su identidad cristiana a causa del secularismo. El Pontífice alentó la «recristianización de España» y beatificó a cientos de mártires de la guerra civil. En sus mensajes al pueblo español, el Papa condenó el terrorismo y con ocasión de su viaje a Madrid, en mayo 2003, exhortó a los jóvenes a que se apartaran del «nacionalismo exasperado». Mientras los nacionalistas vascos propugnaban la independencia, Wojtyla abogó por la convivencia de los españoles «en la unidad». Cuando Juan Pablo II visitó oficialmente en España por primera vez, en 1982, se encontró con una España bien distinta del país nacional-catolicista que durante la dictadura impregnó la vida cotidiana de los ciudadanos. Wojtyla volvió a visitar España en 1984, año en que estuvo dos días en Zaragoza. De nuevo enfiló el camino hacia el país en agosto de 1989, en un recorrido que le llevó a Galicia y Asturias. En 1993 regresó por cuarta vez para recorrer Sevilla, Dos Hermanas, Huelva, La Rábida, Palos de la Frontera, Moguer, El Rocío y Madrid. Diez años después, un papa ya anciano y con una salud muy quebrantada pisaba de nuevo tierra española.

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