Diario de León

El santo de madera del lago atitlán

Las tierras altas del oeste de Guatemala pasan por ser las más hermosas del país. Hacia ellas dirigimos hoy los pasos. Concretamente hacia el lago Atitlán, que significa cerro rodeado de aguas. Ciento sesenta kilómetros desde la capital. Dicen que es uno de los lagos más bellos del mundo, resguardado por tres volcanes: Tolimán, San Pedro y Atitlán. Dicen también que es el más profundo de Centroamérica.

ALFONSO GARCÍA

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ALFONSO GARCÍA
León

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E s una manía globalizada, con especial acento en tierras americanas de habla española, ser ‘el más’ en algo o de algo. Así son las cosas y las curiosidades. Lo que sostengo como indudable es que este lago del altiplano guatemalteco es uno de los lugares más hermosos y mágicos que haya conocido. Un mundo diferente. A secas. Un día nos detendremos en él con mayor tranquilidad. Hoy nos acercamos, recibimos la primera impresión, navegamos una parte de su superficie buscando uno de los pueblos que salpican sus orillas: Santiago Atitlán, posiblemente el más auténtico y pintoresco. La Guatemala auténtica.

El punto de referencia del viaje es Sololá —’la tierra del paisaje’— y desde aquí bajamos a Panajachel. Ya con el lago al fondo, el espectáculo se abre lleno de impresiones, con muchas vistas y perspectivas del agua y de los volcanes que la contemplan. Una lanchita, con precio módico, le trasladará hasta el pueblo que buscamos. Disfrute la travesía, llena de gozos y sorpresas. En la orilla sureste, prácticamente frente al punto de partida, Satiago Atitlán. Cuando llegue al embarcadero, seguro que algún niño le empezará a ofrecer muestras de sus artesanías características.

Santiago Atitlán, para no ser menos, es la capital de la nación maya tzutujil, y, en consecuencia, ombligo del mundo, como ocurre en tantos puntos transformados por la mitología en el eje sobre el que pivota el universo. A una altitud de 1593 m, agricultura —aguacate, maíz, café—, pesca, turismo y artesanías son el sustento de su economía. Un pueblo pequeño y tranquilo, con las calles empinadas sobre las laderas de la montaña, pero lleno de vida, merced, sobre todo, al mercado local. Deberá recorrerlo para descubrirlo. Saque sus propias conclusiones. Le advierto, eso sí, que algunas calles están abarrotadas de puestos de artesanías. No olvide las galerías de arte improvisadas, las esculturas de madera, algunas pinturas al aire libre o las populares de Juan Sisay, que ya han dado la vuelta al mundo.

Entre los objetos de la rica artesanía guatemalteca, con especial incidencia en el escenario en que nos encontramos, servidor siente especial debilidad por la riqueza y variedad de las máscaras y por los tejidos. No se puede olvidar que, en este último caso y aquí, la vestimenta es aún una de las señas de identidad. Verá a no pocos hombres con sus sombreros y el pantalón corto bordado con motivos geométricos y de animales. Y la delicia de los coloridos huipiles tejidos a mano. Sin duda, sin embargo, lo más típico de Santiago es el tocoyal, una cinta enrollada en la cabeza que todavía llevan muchas señoras mayores, a pesar del peso, y que exige tiempo y paciencia para colocarse. Ya se sabe que en no pocos pueblos a los adornos se añade la compensación del simbolismo. Y el tocoyal significa la continuidad de la vida. Hay quien dice que también representa a la serpiente emplumada que baja del cielo, y es así la forma de conservar los buenos pensamientos. Ni quito ni añado. Me sorprende, simplemente, testigo de que la sorpresa es como el hilo de la cometa que nunca se acaba para que pueda volar libremente.

Hay más.

No es por prurito de decir que estuvo allí. Pero si no visita a Maximón, créame, es como si no hubiera estado, pues conocerlo es conocer buena parte de la idiosincrasia de un pueblo. Pregunte por el tilinel. O por la casa en que el turno permite albergar ahora la deidad de Maximón, el Rilaj Mam (el Gran Abuelo). Es preceptiva la advertencia de que en algunos casos es difícil la comunicación, porque buena parte de estas buenas gentes se expresan en tzutuzjil.

Maximón, que es un dios maya, probablemente originario de este pueblo. Bueno, mitad dios, mitad santo, que representa en alguna medida la dualidad entre el bien y el mal, cuya creación mítica se relata en multitud de leyendas que se prolongan en la explicación de su significado. Sería excesivamente complejo pretender aquí tal relato, que ha de quedar para los que muestren un interés muy especial. Solo unas cuantas notas y la experiencia de haber permanecido un par de horas junto a sus devotos, fieles y cuidadores de la cofradía en aquella estancia oscura bajo el foco silencioso del asombro del ritual. Los ojos no daban más de sí, aunque el turismo actual intente darle un toque de exotismo religioso.

La imagen que contemplo de Maximón, sentado en un banco frente a ella e intentando no perder detalle, está hecha de madera de ‘palo de pito’, de 1’30 m de alto aproximadamente. Envuelta en trapos y hojas de maíz, con trajes típicos de la localidad, multitud de pañuelos sobre el pecho y uno o varios sombreros cubriendo la cabeza, dos fieles sentados, uno a cada lado, le prestan atención permanente. O eso parece en el rito. Hace tiempo que observo al de la derecha del dios, que me parece haya entrado en trance: la cabeza volteaba de un lado a otro rítmica y lentamente y bajaba hasta apoyar en las rodillas. Y vuelta. El respaldo de la silla era el mejor freno. Estaba claro: el ‘trance’ lo había provocado el alcohol traicionero y abundante, al que sacudían buenos tragos algunos de los fieles presentes, pasando la botella de mano en mano, ofrecido también a quien ahora lo cuenta. No entraba en mis planes, por si acaso.

No dejaban de entrar devotos. Y curiosos. Los primeros depositaban ofrendas, flores, dinero… para que sus peticiones se vean cumplidas. Se le rinde culto a Maximón dándole de beber aguardiente, ofreciéndole puros y cigarrillos encendidos, como los grandes señores mayas. Los usa para curar, pero también para enviar locura a ciertos miembros de la comunidad, como los adúlteros. Algunas leyendas cuentan que Maximón fue creado para poner cierto orden sexual que el adulterio había puesto en peligro, aunque parece ser que él fue el primero en transgredirlo, ya que relatan por miles sus aventuras.

Me lo cuenta el que está a mi derecha, a punto de trance, con las dificultades propias de la lengua, una y otra en este caso. Cuando los indígenas del lago, viene a decirme, quieren atraer a la mujer amada, protegerla de tentaciones con otro hombre, tener éxito en los negocios, conseguir una buena cosecha, curarse de cualquier enfermedad u otra larga lista de necesidades y peticiones, acuden a él con ofrendas para solicitar su cumplimiento. El santo es también protector de viajeros y comerciantes, padre de los rezadores y dueño de la locura. En un claro sincretismo religioso, tan acentuado por estas tierras, su propio ritual se alarga hasta los desfiles procesionales de Semana Santa, donde acompaña al Cristo Sepultado.

Menos popular y a pocos kilómetros de aquí, la imagen de su mujer, María Batz’bal, requiere igualmente cuidados especiales.

El regreso a Panajachel será diferente a la ida, sin duda. Algunos dicen haber visto a Maximón caminar sobre las aguas del lago. No es mi caso. Pero estoy seguro de que guardaré con nitidez y para siempre esta escena. La fascinación es otra de las secuelas del viaje.

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