Diario de León

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Está claro que España es un país de reaccionarios, de gentes que responden súbita y pasionalmente a un estímulo en cero-coma, como los perros del experimento de Pavlov. Suena el silbato y salivamos. Sobre todo ahora, con las redes sensuales, donde los tuits y las hostias vuelan por el ciberespacio buscando amor. Al menor desliz, los descuideros saltan como panteras sobre el antílope cojo. Y no se conforman con derribarlo, sino que procuran hacer sangre, ostentación de inteligencia a través de lo que no es más que un golpe, igual al de cualquier matón carnívoro de la selva. Agazapados en su insustancia y vaciedad, emboscados en su carencia de ser, aguardan en el bosque del anonimato a la gacela despistada que ha perdido el rumbo o la manada. Valientes de toda valentía, al instante son horda abalanzándose sobre el ciervo herido para rematarlo. Algún placer hallarán en ello.  

Hay también, en la misma línea, un público para escenas de acoso, siempre que sea a eso que llaman personajes públicos o famosetes: llegan un cámara y un reportero, inflan a preguntas inoportunas a la víctima hasta que esta explota y luego pasan en el programa la reacción verbal de aquel, al que una caterva de semiseres se dedica a depredar posteriormente como si de una jauría de hienas se tratase. Bien, se dicen algunos, es el precio de la fama, la gente quiere saber, la información es un derecho irrenunciable en una democracia. Se trata programas de prime-time, seguidos por audiencias millonarias y con sus correspondientes anunciantes haciendo cola para conseguir colocar a precio de oro sus spots en los intermedios. Llevan décadas en antena, ensalzando y derribando a esos golems a los que nosotros como espectadores hacemos y deshacemos, dándoles a disfrutar sus quince minutos de fama, aunque casi siempre son tipos sin oficio ni beneficio, creados por la propia demanda.  

El chafardeo, ese espectáculo sangriento, al igual que el circo romano, mantiene su escuela de gladiadores: una cantera de promesas del cotilleo y la maledicencia que, convenientemente adiestradas, saltan a la arena televisiva con los caninos afilados lanzando dentelladas para que no decaiga la tensión exigida y alcanzar el tan anhelado éxito del escándalo. Son los guías imprescindibles del gabinete de curiosidades o enormidades en que se han convertido las noticias de sociedad tras su tombolización casi absoluta. Vale. Pero que no se llamen periodistas. Son otra cosa.

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