Diario de León

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En la película Después de tantos años , Michi Panero decía que la memoria te recuerda cada día que te estás muriendo. Con los Panero ocurre como con Aureliano Buendía y nunca éramos capaces de saber si ya formaban parte de la leyenda o seguían vivos. Hasta ayer, porque con la inhumación de las cenizas de Leopoldo María el tiempo incontable de la eternidad ha terminado. La estirpe del tótem, el padre franquista y alcohólico, se cerró cuando los familiares del último poeta de la saga lograron acabar con el purgatorio legal en el que un juez había encerrado las cenizas del último superviviente. No sabemos si la ceremonia del adiós, un responso religioso en la iglesia de Santa Marta, ha sido un intento de conseguirle el pasaporte hacia la salvación —él, que escribió que para ser hombre es preciso negar a Dios— o si en sus últimos retazos de cordura, Leopoldo María clarificó que en realidad sus versos blasfemos revelaban la búsqueda de lo sagrado.  

La destrucción fue su Beatriz, en una persecución de la nada que fue ejercitando desde su ingreso en el psiquiátrico de Mondragón y que ya nunca abandonó. Su rostro se parecía cada vez más al de Artaud, el poeta hermano — me autodestruyo para saber que soy yo y no todos vosotros— y, como dijo Túa Blesa cuando se publicó Rosa enferma , su libro póstumo, ese por el que un grupo de burócratas de la nada le negó el González de Lama, «ha muerto por fin, por fin se ha convertido en puro texto». Tras una vida dedicada a una resurrección sin fin, Leopoldo María Panero murió ayer de manera definitiva. Le han enterrado en Astorga, la ciudad en la que se inició en el malditismo y la locura, el lugar que se convirtió en su Circe, el lugar del que huyó para no vivir para siempre.  

En la primera escena de El desencanto, la figura del padre trata de desembarazarse de la sábana que le impide moverse mientras Felicidad Blanc espera, con desdén, que la leyenda comience a desmoronarse...

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