Diario de León

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Pudiendo ir a la Polinesia, no elegiría Chernóbil como destino para pasar mis vacaciones. A no ser que alguien me invitase y, además, me lo pidiese encarecidamente. Y aún así me lo pensaría, porque mi tiempo libre prefiero disfrutarlo haciendo algo que me guste y, de paso, que me aporte, si puede ser.  

Lo digo porque hay una moda que, como todo lo que se sale del tiesto, está sumando adeptos de un tiempo a esta parte. La tendencia en cuestión se llama ‘turismo de horrores’ o ‘turismo de catástrofes’ y consiste en viajar a un lugar marcado por la tragedia como puede ser Chernóbil, donde tuvo lugar en 1986 uno de los peores accidentes nucleares que se recuerdan. ¿Alguien que haya cumplido las cuatro décadas en adelante no se acuerda de aquello?  

Una serie de errores fatales desencadenaron una explosión en el reactor número cuatro de la central nuclear que se llevó por delante muchas vidas y dejó terribles secuelas que todavía perduran a día de hoy. Fue en la ciudad de Prípiat, en Ucrania, un lugar ahora siniestro que se ha convertido en un reclamo turístico al calor de la emisión de una serie de televisión que aborda los hechos y que, dicen, lo está petando.  

Muchos son los que se han apuntado a esta tendencia y se han acercado hasta allí por puro placer para vivir en sus propias carnes algo parecido a lo que fue aquello. Rememorar la desgracia desde la seguridad de que, en esta ocasión, no te va a tocar a ti. Una oportunidad de hacer dinero para algunos a costa de la desgracia de otros. Y no está mal para el que le guste. Para gustos, colores.  

Dicen que puedes visitar la central, subir en un autobús como los que se utilizaron para evacuar la zona, ver con tus propios ojos la imagen del destrozado y abandonado parque de atracciones de la ciudad que ha recorrido medio mundo y hasta colgarte un medidor que indica la radioactividad a la que estás expuesto.  

Y, quién sabe, a lo mejor puedes encontrar alguna muñeca quemada y calva como vestigio de lo que en su día fue una guardería y de la que sólo quedan los restos. Yo, de momento, prefiero la Polinesia.

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