Diario de León

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Las viejecitas ucranianas se plantan delante de los soldados rusos, abren sus manos llenas de semillas y se las ofrecen. «Que tu muerte sirva para tapizar Ucrania de flores», les dicen. En un mundo marcado por el hastío de la teconología, un cómico judío nos ha devuelto la épica, un pueblo pobre y desconocido —recordemos la tragedia del Maidán— ha demostrado al resto del continente que siempre hay que luchar por una idea, que hay que defenderla siempre, sobre  todo  cuando  todo  está perdido.

Ucrania nos ha obligado a recordar que somos los descendientes de Ulises, que hubo una vez un mundo en el que un ejército de filósofos aplastó al emperador del mundo en Salamina, que un hombre solo prefirió la condena a admitir que el Sol giraba alrededor de la Tierra, que nació otro que demostró que dudar era el camino hacia el progreso, y, un poco más al norte, un profesor aburrido estableció que había que tratar a la humanidad siempre como fin y nunca como medio. Fue más allá y dijo que esta ley era aplicable, también, a uno mismo.

La paz de Versalles se parece demasiado a la que selló el final de la historia del siglo en Reikiavik. Ahora, igual que entonces, hay un tirano que trata de resarcir su orgullo nacionalista. Ahora, como entonces, hay un continente que mira de reojo. Pero ahora, a diferencia de lo que ocurrió hace 80 años, un hombre cuyo destino era hacer reir ha demostrado que resistir es vencer, que Occidente, esa convicción nacida de la libertad de conciencia voltairiana, ha prevalecido por el empeño de todos los que, en principio, estaban llamados a dejarse esclavizar.

En  La agonía de Francia , Manuel Chaves Nogales, explica por qué Hitler ganó mucho antes de que las tropas nazis pensaran siquiera en ella: la miseria espiritual, la codicia, la frivolidad y la podredumbre interior. Hubo una vez la banalidad del mal. Ahora, puede que no lleguemos a tiempo por la banalidad de lo apropiado.

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