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Ocurre a veces que una imagen, un paraje, el tiempo contemplado detrás de unos cristales, quién sabe si un olor, de lilas por ejemplo… provoque el movimiento de los resortes del recuerdo o desempolve las esquinas alejadas de los olvidos. En este caso, el relato de Publio Lorenzana «Manuela la Pirigüela», en su libro Luna invasora y otros cuentos, recuerda a esta mujer «arrebujada en su negra mantilla». La toquilla, toca pequeña, fue prenda de punto ordinariamente hecha de lana y color negro, triangular, con que la mujer abrigaba los hombros y espaldas, con frecuencia la cabeza, especialmente en días de ventiscas, nieves y fríos intensos, que no eran pocos.

Uno recuerda a tantas mujeres de la infancia, enlutadas con frecuencia desde muy jóvenes por las viudedades del carbón y sus vinculaciones familiares, recorrer aquellas calles antiguas en los múltiples afanes de cada día. La diosa de los afanes de la casa, la disposición hecha vida. El luto era un ritual asumido, como la toquilla —quizá esta fuera, además, una respuesta envejecida al primero—, sobre las partes referidas, cosida, en este caso con la mano por la parte baja del frente para evitar el frío, incluso de la mano, protegida. Además de un arte natural la manera de llevarla, de aprovecharla, de suavizarla, la prestancia de la dignidad y la sabiduría de la tradición enlazada en una prenda humilde, sin florituras, alegrías ni distracciones, fue, además de valorada, reconocida siempre como paisaje de múltiples infancias. Es verdad que, con las nuevas generaciones, los colores se fueron suavizando, generalmente con matices del malva oscuro -tímidos grises para otras propuestas-, hasta su total desaparición. Los nuevos tiempos y la generalización de las prendas estandarizadas entonaron su réquiem definitivo. Queda, en todo caso, su recuerdo enterrado en los baúles. Hasta es posible que haya dos ejemplares, solo distinguidos por el uso: la toquilla de diario y la de domingos y fiestas de guardar, de misa y poco más.

Ni que decir tiene que eran de fabricación casera, como tantas otras prendas en el escaso índice del ajuar familiar. El recuerdo fija la mirada en las cocinas invernales o en las sombras veraniegas en que la conversación se tejía a la par que las agujas, largas, iban haciendo su labor memorizada y asumida empequeñeciendo el ovillo que reposaba en el regazo, sobre el mandil. Contemplar aquellas manos creadoras de lo cotidiano y humilde, de la sabiduría del corazón.

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