Diario de León

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Andaba enredado, por exclusivas vinculaciones de ideas afines, en la pérdida de los eslabones de la cadena de la memoria, especialmente en los ámbitos de la ruralidad, donde las cadenas se acortan y desgastan más, si cabe, cuando me llega la dolorosa noticia de la muerte de Manuel González Pérez, de 90 años. También por asociación que se concreta en su persona, el dicho africano del cierre de otra biblioteca de la vida con su pasión por ir a desbrozar nuevos caminos, ahora ya sin retorno, andarín y descubridor de los secretos del paisaje, sus misterios y riquezas como siempre fue. El aprendizaje permanente está en la calle, en la transparencia de quienes la habitan.

Digo Manuel y digo Botaviño, que los bautismos en tierras de mina son con frecuencia definitivos en el tiempo y la identificación. Suena en su caso a la dulzura gallega del origen cuando en el tajo solicitaba y ofrecía la «bota do viño». Sobran explicaciones. Sin perder sus raíces, aquí ancló vida, familia y futuro. Hasta los últimos vientos del invierno, convertido en personaje que daba aliento al territorio de Santa Lucía, cercano ya al mito de lo imprescindible y familiar. La alegría de lo cercano y el abrazo, de la satisfacción del encuentro, de saber que siempre tenías ganadas su sonrisa y su palabra. La luminosa sonrisa del paisanaje que siempre puso luz en la mirada. La sencillez de quien sabe llamar las cosas por su nombre. La humildad nunca fingida.

Manuel González puso también nombre a las setas en sus particulares espacios mimados y reconocidos, donde la geografía de los sabores, de las virtudes y las posibilidades, incluso económicas, de los hongos abrían los caminos del respeto por la riqueza generosa y natural. La naturaleza que envuelve y dignifica cuando el respeto y el saber se alían con ella. Su cercanía es siempre lección y conocimiento.

Entusiasta y participativo siempre, Manuel González Pérez, Botaviño querido, daba aliento a esos paisajes del alma con figura, que son los que calan para evitar el olvido. El suyo ahora, con la gratitud de formar parte de ese selecto paisanaje de la ternura que tanto enriquece, como el aliento fresco de las brisas altas que él buscó. Portador de los sentimientos de la emoción, en el apretón de manos se sentía el corazón. Y quizá una lágrima leve. Hay dones impagables. Es una verdadera suerte encontrarse con ellos.

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