El nombre de las cosas
Hay términos que nacieron con la voluntad de herir y han terminado por designar a aquello de lo que trataron de reírse. El movimiento pictórico del «Impresionismo», por ejemplo, se denomina así por la mala baba de un crítico que trató de hacer mofa del título de un cuadro de Claude Monet. Otro ejemplo: la teoría del Big Bang se quedó con ese apelativo con ínfulas irrisorias cuando un ingenioso contradictor trató de burlarse de la formulación de la hipótesis del «Huevo cósmico» o gran explosión del universo que realizara por vez primera, por cierto, el sacerdote católico y astrónomo Georges Lemaître. Ni el impresionismo ni la teoría del cosmos, que sería confirmada por el ruido de microondas, aunque ahora se cuestiona, son cosas precisamente menudas. Se merecían llamarse como les diera la gana, pero ahí están aguantando el tipo con apodos sobrevenidos. Impartiendo la lección de que llamarse Viriato no es impedimento para terminar pasando a los libros de historia.
Aun así, todos más o menos tenemos ese sentido de la oportunidad y armonía de los nombres, casi un instinto para reconocer lo que es una buena idea de lo que no es más que una del montón. Aunque no seamos el excelente —y sin embargo amigo— poeta Fernando Beltrán, que se dedica a bautizar negocios como «Amena» a través de su empresa «El nombre de las cosas», alcanzamos a discernir la eufonía, pasión y posibilidades metafóricas de una marca acertada frente a una modorra y apenas descriptiva, puesta porque algo había que poner. Las instituciones son especialmente romas y vagas en este aspecto. O, a lo sumo intermitentes, dando una de cal y otra de arena, para que no nos hagamos falsas esperanzas. Lo mismo te regalan un estupendo «Es-pabila» para un plan de ocio saludable contra las drogas que te endilgan un inapetente «Leónjoven» a lo que estaba pidiendo claramente un «Simba».
El nombre de las cosas importa y mucho. Si somos el animal que puso nombre a todo, las palabras dicen más de nosotros que los silencios. Las palabras bien puestas, claro. Todo lo que sea añadir ruido resulta, además de molesto, trivial. La iniciativa privada —igual porque la necesidad obliga— suele mostrar músculo de ingenio frente a lo público, que casi siempre opta por lo trillado. Es innegable que, para vender chorizos por internet, Embutidos Manolo y su genial «embutiweb» tiene más posibilidades de triunfar que Diputación de León y «productosleoneses.com».