Diario de León

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La redacción tiene un tono sacro, un halo de misticismo, que le permite asistir al periodismo en las mismas condiciones que el sagrario ampara la adoración nocturna. Qué habría sido de los periódicos sin los periodistas; de los periodistas, sin su redacción; de las redacciones, sin las historia que amasaron en la justa medida de la necesidad; un tono de grill en el horno, un golpe de calor, para que temple el plato; la carne, cruda; la sopa, al punto de hervor; el postre, dulce, cosa de postre, para que borre del paladar los sinsabores del menú, que no siempre sale al gusto. La redacción no es una oficina, por mucho que haya creado animales mitológicos a base del híbrido que amece, periodista y oficinista, un ligre humano, mitad león, mitad tigre, sobre los hábitos que jamás harán al monje. La redacción es un espacio con tejado a cuatro aguas, una ermita para el recogimiento, una catedral para la ceremonia; un mausoleo en el duelo. A la puerta de la redacción hay un cartel sin mensaje que invita a depositar ahí las cuitas, colgadas, que nada se interponga entre la voluntad y el deber, entre el continente y el contenido, entre el sujeto y el objeto que lo vapulea, a esa hora del crepúsculo en el que taconeo de los teclados hace creer que, en vez de un repertorio camino de edición, lo que llega es un rebaño de ñus en tropel, en busca del paraíso que reemplaza el texto y guarda la pieza para la eternidad. La redacción es Las Vegas. Con su valle y su llanura, su andén para las prisas, el humilladero que expía los excesos, el túnel que abanica las miradas antes de que regrese la inspiración, y las musas, ahí, regalan una lira por el conducto del aire acondicionado que trae el viento antes de que el mar quede lejos. La redacción es un lugar creado para cincelar latidos; los últimos treinta años de León se pasaron a limpio aquí, entre 500 metros cuadrados con muros de acuario y ventanales de pecera, de los que lo mismo se sale a llorar por el natalicio de los hijos o a llorar en el entierro de los padres. Así son los sujetos que frecuentan la redacción; sacos de emociones, filtradas entre el resquicio de la nostalgia, cuando la aguja marca 150, y queda de orilla la vida que salpica los zapatos mientras se cuenta la de los demás.

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