Diario de León

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La tediosa espera por los resultados electorales me anima a asaltar esta columna del lunes, rompiendo el ciclo semanal habitual. Lo hago, con el trauma de que vayan a retocar La vida de Bryan por la dictadura de lo políticamente correcto. Algo falla si las genialidades más irreverentes caen en la guillotina censora de la hipersensibilidad. Dudo, por ello, si recordar que, tradicionalmente se dice, que el periodismo es la segunda profesión más antigua del mundo. Conocida la primera... fijo que alguien salió corriendo para ir contándolo por ahí.

Pensaba esto tras leer la última columna de Eduardo Aguirre. Como profesional juntaletras comete el mayor de los pecados. El jueves confesé off the record mi delito de no haber leído el Quijote, y no dudó en pregonarlo... nada más y nada menos que en el periódico más leído por estas tierras.

A lo que iba. Ante tal felonía, en otros tiempos, mis padrinos habrían visitado sin duda a tan insigne columnista o más bien calumnista. Presume de Cervantista... quizá sepa mucho del Quijote pero es cuestionable que esté impregnado por la obra. Ni de Dumas y su D’Artagnan, ni el Alatriste de Reverte. Personas nobles, de honor, que nunca echarían la lengua a pacer. Especialmente por un delito de alcoba... lugar habitual de mis lecturas nocturnas.

Tampoco sé si Aguirre habrá leído a Puzzo y su Padrino, verdadero maestro para solventar asuntos como el que nos atañe. Este octubre, casi por casualidad, pasé unas horas en la tierra de origen de don Vito. No muy lejos de la aldea de Corleone, en Mesina, presumen del lugar donde fue curado Don Miguel a la vuelta de Lepanto. De una mano que, por cierto, aseguran que no había perdido, sino que tenía lesionada. Curioso que por estas tierras tengamos bastante eclipsado el segundo libro más editado de la historia. Mientras, otros se agarran a capítulos menores para hacerse con una parte del botín de los éxitos de un autor que en vida nunca logró los reconocimientos que, muy a la española, le prodigamos tanto cuando no los oye.

Debo admitir que en lo literario le debo muchas horas de placer a Aguirre. Cuando dejó la redacción del Diario, heredé su mesa y allí quedó un libro de Patrick O’Brian. Esa fue la puerta para navegar con la Surprise intentando no moverme mucho para no despertar a mi mujer. Quizá por ese favor, y por la penitencia que te autoimpones con el Ulises de Joyce, no me quedará más remedio que olvidar las últimas palabras de don Quijote: «La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía».

Un abrazo, amigo.

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