Diario de León

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El pasaje de la liberación de los galeotes es conocido incluso por quienes no han leído el Quijote. El caballero andante se topa con una cuerda de presos y, una vez escuchados los «edulcorados» motivos que ellos mismos le dan para ser conducidos a galeras, ordena a sus vigilantes que les liberen de sus grilletes. Los galeotes no eran angelitos y Sancho se lo advierte. En medio de la confusión, los reos aprovechan para desarmas a sus vigilantes. Don Quijote los amnistía allí mismo con la única condición de que vayan al Toboso a rendir pleitesía a Dulcinea, y ellos le responden con una lluvia de pedradas contra él y su escudero. Ah, la ingratitud. Los reos eran dignos de piedad por la dureza de la pena, pero su comportamiento posterior les retrata. Y al que más a Ginés de Pasamonte, líder de aquel violento pedrisco, curioso personaje del que el gran cervantista catalán Martin de Riquer creía que era trasunto de Jerónimo de Pasamonte y que años después - bajo el seudónimo de Avellaneda- escribiría el Quijote apócrifo, quizá con Lope dictándole el prólogo al oído. Los fugados ni siquiera dieron tres hurras por la cabellaría andante. La cabra tira al monte, podríamos decir; aunque en este caso, quienes hubieron de esconderse en Sierra Monera fueron los liberadores, pues la Santa Hermandad no se andaba con chiquitas. En fin, llegados a este punto puedo ahorrarle al lector cábalas acerca si esta columna de hoy realmente trata de la amnistía a los presos del separatismo catalán, pues así es.

No tengo gran interés en ver a Puigdemont remar junto a Ben-Hur, ni a él ni a los de su cuerda. Pero a partir de cierta edad, chichones ya solo los indispensables. Masoquismos, los justos. Si tienen piedras —y no pequeñas— en las manos, ¿no será irresponsabilidad ponernos tan a tiro? Sánchez debería escuchar a Sancho.

En este tan duro navegar que es la vida… ¿quién no ha recibido una pedrada del mismo —o de la misma— que había ayudado a liberar? Si alguien está libre de doloroso chasco que levante la mano. Todos tenemos guardada en el trastero la armadura abollada de nuestra ingenuidad apedreada. Ahora el tirachinas ya no vale para alcanzarnos, qué menos que una catapulta. Ay, septiembre, ay.

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