Diario de León

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M e había acostado a las cuatro de la madrugada y a las nueve ya sonaba el teléfono como una chicharra loca . No estoy seguro de haber vivido esta primera persona, pero juraría que sí. La imaginó Luis Mateo Diez, con esa intimidad que tienen los deudos de los aedos para apelar una a una a cada persona de las miles que les escuchan. La frase abre Las estaciones provinciales , la novela en la que mejor se retrata a León: esa ciudad que describe «dura y hermosa y cruel la condenada. Todo en la medida en que tú quieras comprenderla o rehusarla. Ese horadado navío de piedra vieja, tallada al pairo de los siglos como por un cincel de glorias y de miserias. Cascajal de recintos que hieden y perfuman, tan entrañables y tan siniestros». Ese León de los años cincuenta, con sus familias dominantes y sus influencias políticas, señorita y provinciana, que no ha cambiado apenas. Ese León para el que escribió un obituario majestuoso, condensado en La ruina del cielo , una de las partes de la trilogía de Celama, en la que sublima la tradición oral que atesora la cultura popular de un pueblo que se sentaba a contarse alrededor de la lumbre de las cocinas para que no se olvidara la identidad comunal. Ese León de los filandones que, como atina Cristina Fanjul, recoge el reconocimiento mundial del premio Cervantes en la figura del escritor lacianiego: el creador que mejor ha sabido hilar el oficio de los narradores de historias que universalizan esta tierra.

El Cervantes a Luis Mateo premia la imaginación que fecunda las palabras que luego paren un mundo, en la raya de la leyenda, como la que habita la cuadrilla borracha de La fuente de la edad o el caballero que descubre a Babieca en los prados de Relato de Babia . Uno puede creerse un personaje, como el protagonista de ese libro resobado, con las hojas macilentas y los párrafos llenos de surcos de lápiz en el que algunas tardes vuelvo a buscar, al azar, una idea, un consuelo, una caricia, una luz que me prenda la historia que querría vivir. Mi historia. La historia de Marcos Parra: ese periodista de Las estaciones provinciales que, al final de la novela, para redondear la metáfora más perfecta de este oficio, enciende la luz al entrar de madrugada a la redacción para escribir un obituario y halla sobre el teclado a un ratón. Antes de emprender la huida, se me quedó mirando, y pensé que ambos lo hacíamos esa con desalentada complicidad con que se miran los que se sienten desgraciados . Vale, cerraría el Quijote.

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