Diario de León

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Decía Miles Davis que el silencio es el más fuerte de los ruidos. No para todos. Más allá de la poética reflexión, y del hecho de que cada vez hay más conciudadanos que nunca han escuchado el silencio absoluto (como no han percibido el abismo de la oscuridad absoluta), lo indiscutible es que el volumen de cuanto nos rodea se dispara hasta lo ensordecedor. Abruma y entontece. Impide hablar y entender. No hay sordina para un entorno gritón y alterado, invasor y agresivo, empeñado en imponer su prédica ante una audiencia sorda y también muda, porque no hay voz que pueda hacerse oír en la apisonadora de este guirigay.

O sí. Los vecinos del Barrio Húmedo pretenden bajarle unos tonitos al angelical jaleo que montan los villancicos de las navideñas figuras trompeteras de la Catedral. Tiemblan los cristales del vecindario, a saber cómo lo pasan las vidrieras de la Catedral. ¡Cuántos penitentes habrá presas del disco rallado del repertorio navideño de comercios o aficionados al arte musical callejero bajo sus ventanas!

Vaya por delante que soy disfrutona de todo cuanto la Navidad supone, incluido ese ingrediente de nostalgia que crece con la edad. Me gusta una lucecica, un espumillón, un brindis y un villancico más que un apartamento en Torrevieja (en el apunte se puede medir el índice de edad nostálgica de la propia). Pero no soporto el ruido invasivo. Repetitivo. Impuesto. Incesante.

Hubo un apasionado músico callejero que recaudaba voluntades con un incesante repertorio encadenado ante el Palacio Real de Madrid. Al borde de la locura, quienes trabajaban ventanas arriba decidieron pagar al intérprete para que se callara un rato. Craso error. Desde entonces el artista contaba con dos fuentes de financiación: la voluntad de los viandantes y el sufrimiento de los trabajadores, que apoquinaban más y mas por el silencio.

Sé de familias que cuando la feria de León acampaba en pagos rodeados de viviendas buscaban refugio lejano no ya para poder dormir, sino para dejar de deambular por la vida sin repetir el toc de «otro perrito piloto, tirorí, tirorí...». En la misma calle Ancha de la capital, como en otras vías, acampan campechanos músicos que alegran el trote del que va de paso, y amargan la vida a quienes han de permanecer por razones habitacionales o laborales.

No hay celebración sin sensatez. Ante estas situaciones es recomendable la tolerancia. Hasta un punto. El ruido, mucho ruido, mucho ruido todo el tiempo, es insoportable. Y no tiene justificación.

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