Diario de León

Cuarto Creciente Carlos Fidalgo

Es lo que hay

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Es lo que hay. Una frase tan sencilla como para convertirse en el estribillo de una novela.

Es lo que hay. Se repite, como una cantinela resignada, ciento seis veces —alguien se ha tomado la molestia de contarlas— en las páginas de Matadero cinco , la historia que Kurt Vonnegut escribió a finales de los años sesenta para—más allá de volcar su experiencia como prisionero de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y como superviviente del bombardeo aliado que destruyó la ciudad de Dresde, la Florencia del Elba la llamaban— denunciar la crueldad de todas las guerras.

En Dresde murieron entre veinticinco mil y cuarenta mil personas bajo una tormenta de fuego causada por las bombas incendiarias arrojadas desde los aviones de la RAF, a doce semanas de la capitulación de Alemania. Es lo que hay.

Y Kurt Vonnegut, prisionero de guerra, germano americano de cuarta generación, como cuenta en su novela, estaba allí, custodiado por guardianes sádicos en la cárcel del matadero subterráneo de la ciudad, cuando sucedió todo. Y vivió para contarlo.

¿Pero cómo contarlo?, se preguntó durante años. ¿Cómo contar aquella masacre sin que algún productor avispado de Hollywood, algún director de cine taimado, con una gran estrella de la actuación, «un actor muy machote», convirtiera su historia en una película épica?

Así que Vonnegut decidió escribir una antinovela bélica. O más bien una novela antibélica que subtituló La Cruzada de los Niños —en referencia a la desastrosa cruzada medieval— para que nadie quisiera ir a la guerra después de leerla. Para que no hubiera nunca más guerras. Esto parece ingenuo, claro, porque mucha gente ha leído Matadero Cinco. La Cruzada de los Niños y las guerras no se han terminado. Efectivamente, es lo que hay.

No se puede pretender que una novela de miedo y de humor, una historia donde los personajes viajan en el tiempo y los platillos volantes vienen del planeta Tralfámador, acabe con todas las guerras, claro. Pero al menos Vonnegut encontró la forma de desarmar la épica y de narrar el horror. «Ante el miedo o la desgracia, uno puede llorar o reír. Yo prefiero reír porque no hay que pasar luego la fregona», escribió. Es lo que hay.

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