Diario de León

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Hay en medio del páramo que separa el río Bernesga del río Órbigo este topónimo peculiar que encierra no pocas preguntas. El Telagrajo (o Telegrajo, corrupción esta mucho más común de la palabra telégrafo) es un nombre humilde. Se llaman así muchos cerros, muchas colinas donde la tierra se arruga y se levanta. Allí hacia el sur, en Toledo, junto a Navahermosa, se ven extenderse, desde un monte con el nombre de Telegrajo, la inmensa llanada toledana e infinitas sierras desdentadas y graníticas. Y ya con el apelativo más transparente de Telégrafo, este nombre salpica innumerables alturas por toda España; aquellas donde se establecieron, desde finales del siglo XVIII, las líneas de un invento que venía cruzando desde más allá de los Pirineos; el telégrafo óptico.

En manos de un afrancesado Agustín de Betancourt, el ingeniero tinerfeño que recorrió media Europa construyendo puentes y máquinas, llegó este método para enviar señales visuales desde lo alto de torres. Y en pocos años algunas de las vías de comunicación más importantes de la península se cubrieron de estos faros de tierra adentro. 

Sin embargo, no parece haber sido León lugar privilegiado en esas vías de comunicación que buscaban Cádiz o Irún, camino de Francia, o Portugal, o Galicia a través de Zamora. ¿Qué hacen aquí nombres como el Telegrajo de Velilla, o los altos del Telégrafo en Castrocalbón y Vegas del Condado? Queda esa duda suspendida en las alturas de estos lugares, espacios privilegiados desde los que las vistas son tan amplias como el horizonte. 

Cayetano Álvarez Bardón afirmaba que en el Telagrajo de Velilla se colocó un telégrafo en época de la francesada. Incluso en sus notas dejó escrito algo que es aceptado por la mayoría de los investigadores; que aquellos lugares muy probablemente ocuparían espacios de observación privilegiada, antiguos emplazamientos de torres y atalayas desde donde lanzar, desde muy antiguo, señales en forma de lenguas de fuego durante las noches y de cortinas de humo bajo los rayos del sol.  Una forma de comunicación tan antigua como el mismo ser humano, así lo hizo Agamenón incendiando las colinas de las costas del Egeo para avisar a Clitemnestra de su victoria sobre Troya.

Desde lo alto del Telagrajo de Velilla (otro topónimo que ya desde antiguo nos denuncia su privilegiado puesto de vigilancia) observamos media provincia de León. Los montes del Bierzo, el cordal cantábrico, el mar de tierra que se abre en la meseta. Uno no puede dejar de pensar allí en esa interminable red de caminos que llevan hacia el fin de la tierra, en esos seres humanos que recorrían sus caminos, en las comunicaciones de avisos y de ideas en otros tiempos en el que la información no era el inmenso caudal que hoy nos desborda

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