Diario de León

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Poco a poco, estamos haciendo el camino para convertirnos en servidores de la vida digital, ciberesbirros atados a un teletrabajo y conectados en red, permanentemente dependientes del flujo de energía. Llegará un momento en que sea imposible la vida sin electricidad. Ya casi lo es. No hace falta recordar a los históricos renuentes contra el alumbrado eléctrico del pasado siglo, como al poeta Vladimir Holan que se resistió toda la vida en la isla de Kampa praguense a que entrase una bombilla en su casa o al diarista francés Paul Léautaud que escribió su obra completa a pleno día o bajo la luz de las velas. Alguien que intentase hoy en día algo semejante en el primer mundo estaría condenado a fracasar en el corto plazo, porque ya no existen muchas herramientas que no lleven batería.

Hasta para ser nómada, actualmente, hay que estar conectado. Algún náufrago en tierra firme quedará, ajeno a las tecnologías del siglo y a su diversión en línea, apegado al berbiquí y a los juegos de mesa o a ligar cara a cara, pero intuyo que lo pasará mal: del fuego al microondas se salta bien, pero de la vitrocerámica al cazo sobre una hoguera resulta más complicado. Hoy en día hasta los pastores son eléctricos y los rebaños sueñan con caídas de tensión para ensanchar sus pastos. Cuando todos los automóviles por fin funcionen con baterías recargables, el dueño de los vatios será el amo del mundo. Por ahí vendrá el «fascismo», que es el control: nos tendrán en un puño a todos.

La dependencia de la electricidad de nuestra sociedad es absoluta: mucho mayor que la dictadura del petróleo. No es extraño así imaginar que si se da otra gran guerra comenzará con un apagón, de hecho ya se han intentado atentados terroristas directamente dirigidos a cortar el flujo eléctrico. Haga una rápida cuenta sobre el tiempo que tardará en pudrírsele la comida del congelador, lo que le durarán las pilas de la linterna para emergencias, las horas que pasarán antes de que su hijo se quede catatónico ante una pantalla muda o intente tirarse por la ventana ante el cese de las redes. Otro interesante ejercicio de imaginación puede ser pensar en ese cuarto de la población mundial que sobrevive sin ella o en los dos millones de personas que, solo en México, sin necesidad de ser anabaptistas «amish», viven en comunidades sin electricidad, según las últimas estadísticas.

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