Diario de León

El agobio de vivir en un cubo de ladrillo

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León

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Se puede afirmar que la mayoría de habitantes de las ciudades de España, han nacido y parte de su vida la han pasado, en un pueblo de la geografía española. Si nos trasladamos a los años de mediados y finales del siglo veinte, la despoblación de los pueblos con destino de sus gentes hacia las grandes capitales, fue un bum, que marco para la posteridad la historia de España. A un hoy se sigue dando esta circunstancia aunque con menor incidencia de desplazados. No hubo por parte de las autoridades de la época la menor preocupación, para hacer unas leyes que regulasen los movimientos de emigración interiores, ni crearon los medios para mejorar la forma de vida de los habitantes, en zonas localizadas de la España rural, encaminadas a frenar las avalanchas que en masa y que sin ninguna perspectiva de futuro, tomaban las ciudades. Estos movimientos incontrolados y desproporcionados, han sido causa a lo largo de la reciente historia de la España moderna, de desajustes en población que se han producido, en la mayoría de los territorios rurales y la causa que ha llevado a las residentes residuales, a la pobreza y a unos desajustes familiares sin precedentes. Los que no pudieron o no quisieron renunciar a sus pueblos de nacimiento y optaron por continuar sus vidas en el medio rural, se puede decir que transcurrido el tiempo, han pagado cara su decisión. La falta de sensibilidad de los sucesivos gobernantes de los varios-pintos partidos políticos, les han postergado al olvido, a la soledad y las carencias más absolutas. Gran parte de aquellos nuevos habitantes que habían tomado las ciudades por asalto, pronto empezaron a echar en falta la tranquilidad de la vida en el pueblo y a sufrir los inconvenientes del agobio, consecuencia de las aglomeraciones de gentes, en las calles y plazas, en los transportes públicos o en las colas de las tiendas. Quizá lo que nunca se plantearon incluso los más afortunados, que pronto pudieron disponer de una vivienda más o menos digna, lo que suponía vivir en un habitáculo en forma de cubo, construido de ladrillo de reducidas dimensiones llamado piso. Donde es imprescindible echar la llave a la puerta de entrada, para impedir la intromisión de ajenos y que preservar la intimidad es función de las persianas. Esta forma de vida en las capitales que de principio se extiende a todos sus habitantes, tiene alguna pequeña atenuación, dependiendo de la zona de situación, dentro de la configuración urbana de ciudad. Acostumbrados a vivir en el pueblo en plena libertad, en casas, la mayoría y por lo general con amplias dimensiones de planta baja y patio, donde la llave de la puerta no se echaba nunca. Y posiblemente separados de sus vecinos como mínimo por el ancho de una calle, donde el jaleo que podían organizar los más próximos, no era factor de percepción ni de desorden. No es fácil de asimilar, tener que vivir en la ciudad en condiciones de régimen de comunidad rodeado de vecinos; cada uno con diferente carácter, con servicios comunes a todos y algún cartel de prohibido. Equipadas todas las entradas de acceso a las viviendas que dan al mismo rellano de escalera, con puerta de seguridad con mirilla. Produce la sensación de estar vigilados de forma permanente, a través del pequeño cristal de aumento adosado a la puerta. No resulta menos preocupante cuando a la olla a presión que supone vivir en una comunidad de desconocidos, hay que agregarla; la trascendencia que puede tener en el desajuste del baremo de la convivencia. La caída de forma involuntaria de algún objeto dentro de la propia vivienda, cuyo ruido por impacto contra el suelo, puede ser causa de molestia para el vecino del piso de abajo. Las consecuencias inmediatas pueden ir desde la retirada del saludo, hasta ser comentario en sistema voz pópulis de tono bajo, con el calificativo de indeseable, para residir en el contexto de una comunidad. Creo no estar muy errado si digo que los mismos que dejaron los pueblos y llenaron las ciudades de gente, en apariencia disimulaban la incomodidad que les aportaba su vida en la capital. Nunca pudieron superar la fuerza de la ansiedad y la añoranza de su vida pasada en el pueblo, era su pensamiento único. Hasta el extremo de tener la necesidad en los ratos de ocio, de encaminar su destino a las zonas rurales más próximas, donde poner la mesa y sillas plegables y comer la tortilla a cielo abierto. Aquello que en principio aparentaba a gente desahuciada, que el fin de semana establecía su asentamiento de acampada, en las orillas de los cauces de arroyos o ríos, donde la mayor satisfacción la encontraban en meter los pies descalzos en agua más o menos turbia. Pronto se transformó y a medida que la economía doméstica iba dando posibles, en propietarios de una parcela, donde fijar su residencia los días de fiesta y vacaciones. Lo que tiempo atrás parecía un imposible estaba al alcance de casi todos, al cabo de algunos años se encontraban en el punto de salida, propietarios de una parcela en el medio rural. Ni que decir tiene, que la primera estructura que montaban era, una parrilla más o menos apañada entre las muchas piedras que el terreno solía aportar debido a lo escarpado de la propia ubicación de la zona y un pequeño espacio convertido en huerto donde cultivar, con gran esfuerzo en el manejo de la azada, algunas verduras que servían de apaño para completar la cesta de la compra durante la semana en curso. Cualquier día no laborable los atascos en las carreteras dirección salida de la capital, era como si la alarma hubiese sonado arrebato. La máxima puesta de vehículos con destino a las parcelas podía ser reproducida, como una escena de la mejor película del gran cineasta Berlanga. Los asentamientos en las respectivas terrenos daban señal de ocupados, con las impresionantes columnas de humo que se podían ver a distancia. Consecuencia de la fogata que sus dueños habían preparado para la quema de la maleza o la preparación, de la barbacoa donde cocinar la panceta u otras viandas llevadas, para pasar las jornadas en el campo. Por fin el pueblo, el sueño que no cesaba, estaba más al alcance. Quizá para algunos esta cercanía les aproximaba a curar los remordimientos, que un día no muy lejano, supuso dar la espalda a lo que más querían. Y es que el refranero español, es sabio por definición. Uno es de donde nace, nunca de donde pace.

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