Diario de León

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Cómo pasa el tiempo. Mañana en casa celebramos de nuevo nuestro día grande: 13 de octubre, San Eduardo. Hijo y padre nos llamamos así. Pero lo que más me gusta es que Marta, mi mujer, nació ese día. Predestinación conyugal, lo llamamos. Un año más, me habría gustado conseguir que de su tarta irrumpiese George Clooney y la cantase Happy Birtdady mrs president, pero en la agencia solo les queda libre Paquirrín. Con los debidos respetos a este mozo, no termino de visualizarlo en tal menester, que exige gran seriedad. Más aún, el sábado me tocará a mí cumplir años y estoy ya resignado a que de mi tarta no irrumpa Jennifer López. Ah, la vida. Lo importante es que haya salud. Y lo de menos, que cumplas 6 o 600. El pasado 1 de octubre di una charla para los mayores, organizada por el Ayuntamiento de León. Me dejé olvidado en la sala el paraguas. ¿Despiste propio de sesentón? No, me los llevo dejando olvidados desde el Diluvio Universal. Días después, poco antes de impartir una conferencia online me dio un jamacuco lumbar. «¡Pero cómo se pone a mover el piano usted solo», dirá Beethoven. El único teclado que moví fue el del ordenador. No hice esfuerzo hercúleo alguno. Ocurrió. Quedé encorvadín, pero no anulé lo comprometido. La escultura de Guzmán el Bueno se movía con más agilidad. Enseguida, Marta me propuso disfrazarse de mí, moverme con unos cables ocultos, hacer ventriloquía, contar que me habían secuestrado alienígenas… me negué. Cumplir lo acordado también forma parte de las lecciones que mis padres me inculcaron. Y de nuestra edad de oro.

Como el año pasado, en nuestro día grande me regalaré con una conferencia de las jornadas cervantinas de Sofcaple. José Ignacio Díez Fernando nos hablará de Entre don Quijote y Alonso Quijano: el presente aventurero y el pasado borroso . En su prólogo, Avellaneda dijo de Miguel que era viejo como un castillo. Quizá lo era. Pero el futuro tiene siempre la última palabra y el penúltimo gag.

Fui al Ayuntamiento a interesarme por el paraguas y estaba. Sí, aún creo en los finales felices. Incluso estoy dispuesto a reconsiderar lo de Paquirrín y la tarta. Si en la agencia me garantizan que no se la zampará desde dentro, claro. Ah, nuestra edad de oro.

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