Diario de León

Post Villalar festivo y comunero

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Tribuna | José Luis Gavilanes Laso

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Una vez más, como todos los años, se nos ha requerido a los castellanos y a los leoneses a participar, bien juntitos y agarraditos de la mano, en el Día de la Comun idad, con e l gancho del desenlace funesto de una guerra civil acontecida en el cinquecento. El paisanaje acepta el asueto o vacación, pero le importa un comino la festividad, como ocurre por lo general con todas las festividades, sean políticas o religiosas. Y eso que, en está última efemérides del 23-A, los prohombres autonómicos no han escatimado esfuerzo tirando del erario, incluso en vacas flacas, para tratar de fundirnos fraternalmente en la campa villarina con el señuelo del espectáculo: 18 grupos folklóricos, fuegos artificiales, suelta de globos, etc. Ni por esas ni por otras. No se quieren dar cuenta que es una vana pretensión, por tratarse de ente autonómico ensamblado artificialmente y sólo consensuado por el «qué más da» desinteresado y quienes lo implantaron. Con el paso de los años, lejos de cumplirse el objetivo de aunar a nueve provincias en un común sentimiento identitario, la función se va haciendo cada vez más una insistencia inútil.

Tampoco por la vía del reproche consiguen las comunitarias fuerzas vivas (o que viven de ello) enredarnos a los leoneses recalcitrantes, tildándonos de retrógados y trasnochados, víctimas de un nacional-provincianismo o aldeanismo visceral. Si fueran mínimamente coherentes, también tendrían que motejar de nacional-provincianos a cántabros y riojanos por no haberse sumado en su día a la fiesta.

Por el lado de acá y como contrapunto, se nos insta en este día a que aireemos con crespón negro la enseña regional pendiéndola de ventanas y balcones en señal de luto por una propia autonomía frustrada. Tampoco es eso. Que no estamos ante ningún funeral, sino frente a efemérides no sentida. A uno, en cambio, le sorprende que se gaste un dineral público para conmemorar los años 1110 y 1188 con todo lujo de fastos y, sin embargo, no haya un solo euro para aleccionar al ciudadano sobre lo que se conmemora. Si hiciésemos una encuesta, comprobaríamos con disgusto que el común de las gentes ignora, no sólo quién fue el primer rey del antiguo Reino de León sino siquiera su existencia, y no digamos el contenido de la Carta Magna. ¿No habría sido más pedagógico y productivo invertir en la concienciación del ciudadano sobre estas efemérides a través de pequeñas publicaciones gratuitas, como se ha hecho con gran lujo de impresión en su programación, y todos los años con la de la Semana Santa y con los espectáculos feriales y festivos sanjuaneros?

También, por el lado de la Junta, mucho bombo en ensalzar la gesta comunera, pero me temo que la mayoría de los ciudadanos tampoco se comen hoy una rosca respecto a lo que fue el proyecto de una Ley Perpetua, o especie de ley constitucional que los comuneros trataron de imponer sin éxito al poder regio y señorial.

Emplazado entre 1519 y 1521, el movimiento comunero presenta una serie de elementos medievales y renacentistas que se entrecruzan y dan lugar a un fenómeno de compleja significación, a menudo resuelto en un simple asunto de tributos y xenofobia, que unos lo toman para glorificar a los insurgentes y otros para vituperarlos. Contamos primero con los relatos de los cronistas contemporáneos a los hechos: Guevara, Mexía, Santa Cruz, Maldonado, Colmenares, Sandoval, etc. Con distintos enfoques y matices, todos ellos condenan la revuelta por ver en ella una rebelión inadmisible de la plebe contra un soberano legítimo y contra el orden social vigente. Pero a comienzos del XIX, el romanticismo liberal lanza la tesis de que las Comunidades significaron un movimiento de defensa de la libertad contra los abusos del poder. Frente a esta interpretación se levantó un parecer de signo opuesto, que arranca con Ángel Ganivet y culmina con Gregorio Marañón. Según esta tesis, el bando de los comuneros sería un movimiento reaccionario en defensa de privilegios feudales, negándolo, pues, como movimiento progresivo y liberal. Manuel Azaña llegó, por el contrario, a la conclusión de que la rebelión comunera enlazaba con las corrientes republicanas de la baja Edad Media y se adelantaba en línea democrática con reivindicaciones que aparecerán en revoluciones posteriores, y cuyo triunfo habría supuesto un desarrollo más orgánico y continuo de la vida política castellana. En este sentido se pronuncia, ya con un estudio profundo, José Antonio M aravall ¾secundado más tarde por el gran especialista sobre el tema, Jos e ph Pérez¾, para quien las Comunidades cobran un sesgo revolucionario. La burguesía urbana se alza contra el poder constituido, apoyada en un primer momento por una nobleza marginada por Carlos de Gante a su llegada a España. Si la nobleza tenía intereses en este movimiento comunero, estos intereses consistían, esencialmente, en expulsar del país a los usurpadores flamencos y conseguir con ello una participación más directa y permanente en el poder. Pero, como el movimiento comunero va tomando paulatinamente un cariz de reivindicación más popular, que tiene su raíz en el pueblo llano y obliga a sus dirigentes a un radicalismo mayor, la entonces molesta nobleza, temerosa luego de las consecuencias, cambia de chaqueta y se alinea junto al Emperador. Mejor eso que continuar asociados a un movimiento hostil a ellos, porque, a medida que avanzaba, recogía las reivindicaciones de las capas más oprimidas de la sociedad. Juan Maldonado, coetáneo a los hechos, hablará siempre de dos bandos, los ricos y los pobres, y dirá que en todas las ciudades había dos partidos: uno el del pueblo, que era el mayor, por la Comunidad, y otro el de los nobles y ricos que se impuso después de Villalar, cortando de tajo, además de cabezas, una perspectiva democrática y parlamentaria, como la que acontecería un siglo más tarde en Inglaterra, con desenlace diametralmente opuesto al acontecido en la aldea villarina, pues allí fue el monarca quien resultó decapitado.

Considerar como hito festivo un movimiento de división político y social devenido en fracaso hace casi quinientos años, parece absurdo. Más lógico hubiera sido festejar la fecha de inicio del movimiento comunero cuando la convocatoria del cabildo de Toledo o el pronunciamiento monacal de Salamanca, como hizo Franco con su «glorioso movimiento nacional» iniciado el 18 de julio. Pero, en cualquier caso, los acontecimientos de guerras civiles parecen más apropiados para reprobarlos que para festejarlos, tomemos tanto su fecha de comienzo como de final.

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