Diario de León

La opinión del lector (1)

Nostalgia de otra vida en el valle Gordo

Publicado por
José Antonio Fernández Chaves. Correo Electrónico
León

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Nací en un idílico pueblo del valle Gordo, donde «desde la cima de la áspera montaña —que el sol naciente baña— se divisa la cruz del campanario —cobijando en sus brazos redentores— a pobres labradores mientras suben la senda del calvario, como escribió el reverendo padre David Rubio (1921).

Está este valle en la montaña omañesa donde me tocó vivir mis años infantiles gozoso de un tiempo que se ha acabado. Es un pintoresco lugar zanjado por ocho pueblecitos donde había tantos prados verdes, valles productivos, hermoso río lleno de las mejores y grandes truchas y grandes y altas montañas difíciles de llegar a sus elevadas cumbres. «Olvida silenciosa y descansada de mi aldea adorada» (padre David Rubio).

Dejé la aldea con treinta apacibles familias y, cuando vuelvo, sólo encuentro dos personas y muchos caserones deshechos o derruidos, sin que haya un alma de gobierno que intente su saneamiento. Decepcionado y aburrido dejé aquel árido lugar al que nunca volveré para no rememorar la pelota del fútbol en las eras, las fabulosas truchas del río, el baile de la Señogal o las frutas de las huertas vecinales que arrancábamos con habilidad y silencio para que el dueño no se enterara de nuestro caprichoso disfrute.

Quisiera borrar de mi mente aquella maravillosa vida, tantos recuerdos desvanecidos por no volver a verlos en la actualidad donde sólo queda la torre de la iglesia como único testigo sin que las campanas suenen para reunirnos o para ayudar al pueblo vecino en los múltiples accidentes de la vida. Hasta la geografía ha cambiado, los ribazos han desaparecido y los tenues humos de llares y chimeneas que majestuosos subían hacia el cielo para fortuitamente desaparecer ya no existen anunciando que no hay vida.

Ya no hay fuentes, antes cristalinas y limpias, algunas como la Venibre para las anemias y otras claras como las pizarrosas y rocosas. Sueño todas las noches con mi pueblo, y siempre veo el paisaje desde mi alcoba. Saco las vacas al monte cuando el sol baja, echo las ovejas y al despertar encuentro una tierra desierta, exhausta de habitantes que den vida al que fue un pueblo, hoy desarraigado y disperso.

Caminamos por el mundo sin saber quiénes somos ni a dónde vamos ni qué hacer con nuestro instinto. Nos han acogido villas y ciudades en las que cada uno buscó su agujero para desarrollar su intelecto con títulos y sobresueldos que cubrían necesidades de terceros sin que haya una mano caritativa que nos devuelva las añoranzas de aquellos tiempos donde desearíamos que al menos fueran como yo los conocí, cargadas de vivencias, sin tristes recuerdos al igual que otros muchos esparcidos por el mundo deseosos de ver y recordar lo que nunca olvidaremos pues nuestras vidas son «los ríos que van a parar al mar que es el morir».

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