Diario de León
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Tribuna | José María Medina Rey

Coordinador de la campaña «Derecho a la alimentación. Urgente»

Es normal que a un nuevo Gobierno que toma posesión se le de un margen de cien días para que se sitúe y empiece a poner en práctica aquello que prometió en la campaña electoral, aquellos puntos que eran fundamentales en su programa político. Después de ese margen de confianza, tanto los analistas como la sociedad en general comienzan a enjuiciar su comportamiento en función del cumplimiento o incumplimiento de las promesas hechas y de la eficacia en la resolución de los grandes problemas.

¿Nos podríamos imaginar un escenario en el que se produjeran no ya cien sino cinco mil días consecutivos de flagrante incumplimiento del punto central de un programa sin que se produjera ningún tipo de reacción social? Pues esto es precisamente lo que ocurre este 18 de julio y la verdad es que resulta deprimente, decepcionante, intolerable, indignante, inexplicable, preocupante y muchos adjetivos más, tanto la falta de cumplimiento del compromiso como la limitadísima reacción ante ello.

Hagamos memoria de este incumplimiento y de su gravedad. Del 13 al 17 de noviembre de 1996 se celebró la primera Cumbre Mundial de la Alimentación (CMA), cinco días de reuniones al más alto nivel con representantes de 185 países y de la Comunidad Europea. Este acontecimiento histórico, convocado en la sede de la FAO en Roma, reunió a unos 10.000 participantes y constituyó un foro para el debate sobre una de las cuestiones más importantes con que se enfrentarían los dirigentes mundiales en la finalización del segundo milenio y el comienzo del tercero: la erradicación del hambre.

En dicha Cumbre los Estados miembros de la FAO firmaron la Declaración de Roma sobre la Seguridad Alimentaria Mundial, en la que se reafirma el derecho de toda persona a una alimentación adecuada y a estar protegido contra el hambre y se establece el compromiso de reducir a la mitad el número de personas viviendo en situación de hambre a más tardar en el año 2015. Se tomaron como referencia los últimos datos procesados por la FAO, que correspondían a 1990-92 y que daban una cifra de 845 millones de seres humanos subnutridos. Para alcanzar la meta propuesta se elaboró y aprobó un Plan de Acción con siete grandes compromisos, desglosados en 27 objetivos; si les diéramos una rápida lectura podríamos ver que se ha avanzado muy poco.

La realidad ha sido que desde 1996 el número de personas hambrientas no sólo no ha disminuido sino que ha aumentado año a año sin que la comunidad internacional haya reaccionado hasta la crisis alimentaria de 2008 que ha llevado a superar la vergonzosa cifra de 1.020 millones de hambrientos. Quizás ahora haya quien busque excusas y justificaciones para este incumplimiento en estos años de crisis, pero lo realidad es que en los años de bonanza económica tampoco se hizo ningún avance. A final de 2006, el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial, órgano de la FAO encargado del seguimiento de los compromisos de la CMA, realizó un examen del grado de cumplimiento a mitad de período y señaló que, dejando a salvo diferencias a nivel regional y nacional, el cómputo general dejaba ver que el avance obtenido en los 10 primeros años en el conjunto de los países en desarrollo había sido prácticamente nulo. Y en los años posteriores las cosas han ido a peor, de manera que ahora mismo lo que constatamos es que ha habido un fuerte retroceso: faltando sólo una cuarta parte del tiempo para alcanzar el objetivo estamos mucho peor que a ntes de empezar el compromiso de la CMA.

¿Qué ha fallado? Podríamos poner sobre la mesa mil datos y argumentos; podríamos hablar de sequías, de inundaciones, de guerras, de biocombustibles, de comercio internacional, de pautas de consumo, de especulación financiera, de falta de inversión en la agricultura, de insuficiente ayuda al desarrollo, de dumping, de industrialización de la agricultura y de otras mil causas. Pero destacaremos tres aspectos que se nos antojan especialmente relevantes: el modelo agrícola, la falta de gobernanza y la violación de derechos humanos.

Respecto al primer aspecto, en los últimos 30 años se ha desarrollado fundamentalmente un modelo agrícola intensivo, competitivo, orientado al mercado, que ha dejado al margen al pequeño campesinado, a la agricultura familiar. Mientras que en los 60 y 70, a través del acompañamiento del campesinado con programas de extensión agrícola, se produjeron mejoras en la reducción del hambre en el mundo, a partir de los 80, con la aplicación de los programas de ajuste estructural promovidos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, prácticamente desapareció este tipo de trabajo de extensión rural, de apoyo al pequeño campesinado. Los ministerios de agricultura de los países en desarrollo perdieron peso, perdieron presupuesto, perdieron personal, perdieron contacto directo con las comunidades campesinas, y ahora estamos recogiendo los resultados. De hecho, se estima que el 75 % de esos más de mil millones de seres humanos hambrientos es población rural que depende de la producción agropecuaria.

Si lo que queremos es ser eficaces en la erradicación del hambre en el mundo, seguramente no va a valer cualquier incremento de la disponibilidad de comida ni va a servir cualquier modelo de agricultura, porque el principal problema no es la producción -“siendo importante-“ sino la distribución y el acceso. Si se quiere luchar contra el hambre quizás la receta más adecuada es primar la agricultura familiar que pone en primer plano la alimentación de las familias campesinas. La lucha contra el hambre requiere dar prioridad a la atención a pequeños agricultores, pescadores artesanales, mujeres y otros grupos vulnerables, y su acceso a los recursos necesarios para producir de forma sostenible los alimentos para tener una nutrición adecuada.

En segundo lugar hemos señalado la falta de gobernanza. En los últimos años se han producido grandes cumbres y reuniones internacionales relacionadas con la lucha contra el hambre y con la seguridad alimentaria, en las cuales se han hecho grandes compromisos por parte de diversos Estados y organismos internacionales. La experiencia nos enseña que la celebración de estos grandes foros no garantiza el avance efectivo en los compromisos. Éstos no son vinculantes, no hay ninguna instancia multilateral que haga seguimiento del cumplimiento de las partes implicadas, no hay consecuencias en caso de incumplimiento. Y de hecho ha habido incumplimientos. Da la impresión de que los países ricos no le tienen miedo al hambre; sí tienen miedo a la gripe A, al sida, a la malaria o a la tuberculosis, pero el hambre no es contagiosa. Falta esa motivación añadida para trabajar en serio frente al hambre.

Este mundo globalizado en el que vivimos está globalmente desequilibrado o desequilibradamente globalizado. Frente a realidades y fenómenos globales tan graves como el hambre no existe una gobernanza global, no hay adecuadas regulaciones globales, no hay quien vele de forma efectiva por el cumplimiento de los compromisos. Por ello, quizás el efecto más interesante que la crisis alimentaria pueda tener sea el empujar hacia una reforma de la gobernanza mundial de la seguridad alimentaria. Muy probablemente, del éxito o fracaso de este proceso de reforma dependa el futuro éxito o fracaso de la lucha contra el hambre. El Comité de Seguridad Alimentaria Mundial debe ser una piedra clave de esa reforma.

Y en tercer lugar, pero no menos importante, debemos señalar el hecho de que cada una de esos mil millones de personas viviendo bajo la esclavitud del hambre es un caso de violación de derechos humanos. La alimentación adecuada está reconocida como derecho humano en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Estamos siendo testigos pasivos de una masiva violación de derechos humanos.

¿Qué pasaría si el 15 % de las personas que en nuestro país tienen derecho a voto fueran borradas del censo electoral y se les negara la posibilidad de participar en las próximas elecciones? ¿Sería admisible, habría movilizaciones sociales? ¿Se denunciaría, se pedirían responsabilidades? Una situación así significaría privar a una de cada seis personas de su derecho al voto y, por tanto, supondría una quiebra del estado de derecho. No sería planteable de ninguna manera. Pues la situación que nos ocupa es muy parecida; una de cada seis personas en el mundo está viendo violado su derecho a la alimentación y esto se traduce, además de en mucho sufrimiento, en varias decenas de miles de muertes cada día. ¿Cómo podemos permanecer pasivos ante tamaña atrocidad?

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