Diario de León
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Al trasluz | eduardo aguirre

Llevamos tatuada la crueldad en los genes, escribí en mi última columna , acerca de las corridas de toros y la conveniencia o no de prohibirlas. Pero ser crueles no es nuestra única seña de identidad como especie. Hace unos días, en la Plaza de la Inmaculada, presencié esta escena: un anciano cae desvanecido y un grupo de transeúntes le ayuda a levantarse; de repente, empieza a vomitar y ninguno de aquellos «extraños» da muestra alguna de repulsión, permanecen a su lado hasta que llega la ambulancia. Todo transcurrió con la aparente sencillez de un cuento de Chejov, pero a la vez con la intensidad de una novela de Dostoievski. ¿Los seres humanos somos más compasivos que crueles, más solidarios que impasibles? Las viejas preguntas lo son porque carecen de respuesta definitiva. Podrá argumentárseme: muy cerca de esa escena de ayuda desinteresada estaría teniendo lugar una ceremonia de viscosa maldad; cierto, incluso puede que dos. Pero existen jerarquías espirituales de conducta. Esas personas dejaron a un lado un comprensible sentimiento de repugnancia para ayudar a un desconocido en una situación de indefensión. ¿Los seres humanos somos más indolentes que fraternales, más egoístas que generosos? Hamlet reflexionaba: «¡Qué obra de arte es el hombre! ¡Cuán noble la razón y cuán infinitos los dones que posee! (-¦) Y sin embargo, para mí ¿por qué es sólo la quintaesencia del barro?». Cualquier conjetura sobre qué es la condición humana nos conducirá a otras, sin final posible. Quizá, deberíamos comenzar por el principio, por una pregunta más accesible a nuestras posibilidades, aunque no por ello de fácil contestación: ¿quién soy?, seguida de ¿quién y qué quiero ser? Pues como concluyó el personaje shakesperiano en su agonía: «el resto es silencio». Es decir, enigma.

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