Diario de León
León

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ay, cobijado entre las punteras de unos zapatos negros salpicados de caries, un cartelín que descansa armado como una tienda de campaña. Hay un hombre con una cabeza sin ojos. Hay unos pantalones con la raya marcada con esmero de delineante que se curvan en las rodillas. Hay un jersey de grandes almacenes con las coderas hincadas en los muslos. Hay unas manos con las palmas vueltas hacia la cara y un aro dorado en el anular. Hay tres monedinas de 20 céntimos desparramadas sin concierto. Hay un ir y venir de gente que quiere tener prisa. Y hay, orillada en la calle, una llamada de auxilio con esa caligrafía de niño que tiene la pobreza: trazos de letras gruesas y mayúsculas, escritas con rotulador e izadas sobre el cartón con el empeño de una espiga a la que atormenta el viento: «No tengo más remedio que pedir», se lee.

 

El capítulo se encuaderna en la literatura de acera que plaga la ciudad como una condena bíblica por haber querido robar el fuego del estado del bienestar, sin contar con los dioses financieros y políticos que viven al margen, con sus prejubilaciones y sus sitios para colocar a los amigos, como en la Ciuden de Ponferrada. Mensajes de náufragos en los que se levanta la bandera de la nacionalidad —«Español», se advierte en muchos—, se hace una alusión al libro de familia —«Casado, con tres hijos, ningún sueldo en casa»— o se economiza el lenguaje —«Sin recursos». Carteles junto a hombres vestidos como cualquiera, peinados como cualquiera, con familia como cualquiera, que hasta hace poco más de dos días tomaban el vino como cualquiera, salían a cenar como cualquiera y vivían una vida en la que la pobreza siempre era una cosa que les sucedía a otros, pero no a cualquiera. La misma vida de los que ahora pasamos a su lado, miramos el cartón de reojo y refugiamos la cabeza entre los hombros, como si todo fuera como antes.

 

Como cuando los pobres eran un perfil dentro del pueblo, como el maestro, el cura, el médico o el cabo de la Guardia Civil. Personajes que escenificaban un cuadro cotidiano con el que se hacía pedagogía hipócrita para los niños y se aprovechaba para purgar conciencias. Referencias concretas, descarriados, en los que la sociedad se medía, mediante el juego de los opuestos, pero  no llegaba a reconocerse.

 

Pero ahora, se lee ahí, no tenemos más remedio que mirar. Pone: podemos ser cualquiera.

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