Diario de León
León

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Por estos pagos de noviembre se le enredan a la luna las nubes como urces. Mañanean los días anestesiados por la niebla legañosa, con la escarcha espejada en las fuentes, y corren los embozos de boca en boca, como si una plaga de beatas hubiera conquistado la ciudad con sus rosarios mordidos. La tarde se hace vieja poco más allá de las seis y en una de esas pausas en las que León lleva dormido más de dos siglos, bajo alguno de los árboles desnudos que atormentan los parques y las plazas, una partida de jubilados que acaba de bajar del pueblo después de los Santos cumple con su papel de heraldos del invierno: Si templa un poco, va a nevar.

Cuando en León se invoca a la nieve resucitan los fantasmas de los inviernos que han marcado el carácter de esta tierra.

Inviernos fríos de tajo en el rostro por los puertos de noche para encontrar las yeguas que ronda el lobo; inviernos ácidos en los que mirar para la tierra abierta en surcos vacíos; inviernos en los que cavar galerías heladas para que las vacas puedan bajar al pilón; inviernos de meses de aislamiento con la matanza en el arcón y la chapa de la trébede sin pausa; inviernos de filandón en la cocina y hogar bajo las mantas; inviernos de rezo para que no se ponga malo padre y haya que salir a la carrera a espalar hasta el pueblo vecino para que den aviso al médico; inviernos en los que velar al abuelo al relente en el corral durante tres días, a la espera de que escampe para poder subir al cementerio…

Aquí, donde siempre se espera al invierno porque nunca lo come el lobo, ahora el invierno ha tomado escenario más allá de su papel de souvenir para turistas y esquiadores. El invierno son personas que duermen en la calle, resguardados en los soportales de la plaza Mayor; el invierno lo eternizan regimientos de parados a las 08.30 horas a la puerta del Inem de Ramón y Cajal; el invierno se agazapa detrás de los recortes de auxilios sociales de las administraciones públicas; el invierno entra por la puerta del Banco de alimentos, de Cáritas o Cruz Roja, con las manos metidas en el abrigo y la vergüenza en los pies; el invierno tiene la cara de un anciano que espera el cierre de las fruterías de San Mamés para rescatar una gavilla de judías verdes entre los restos abandonados junto al contenedor…

Por lo menos, si nieva mucho, que no nos entierre.

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