Diario de León
León

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No me di por aludido, pero la noticia me llamó la atención. «Se busca millonario», anunciaba este periódico en su primera. Alguien en La Bañeza ha ganado una bonoloto de 1,3 millones de euros. Nada se sabe de él. Mantener la discreción es lo mejor en estos casos, no te vaya a salir un club de fans cuya existencia desconocías hasta ahora. A mí se me notaría enseguida, aunque solo fuese por mi insistencia en silbar Si yo fuese rico y en preguntar por el tiempo en Wall Street. La sonrisa de oreja a oreja aún puedes disimularla, pero ¿cómo mantener quietos los pies, cómo impedir que te bailen claqué solos? La cantidad del premio en cuestión no da para seguirle el ritmo a Luis Bárcenas, pues lo suyo son números mayores, pero tampoco cabe denominarlo de pellizco. Es mucho más que una alegría, da para hacer un fiestorro y ser tú quien pague el confeti. Ojalá haya tocado a quien más lo necesita. Los ricos también tienen derecho a que les toque la bonoloto, pero no es lo mismo. Expresado en términos cinematográficos, preferimos que le toque a quienes parecen sacados de Qué bello es vivir más que de la saga de El Padrino . Nos gusta constatar que funciona la máquina de hacer milagros, pues la de la suerte pertenece a otro escalafón del misterio. España está hoy plagada de personajes como George Bailey, el protagonista de la película de Capra, a quien sus preocupaciones económicas ponen ante una trágica tesitura. Pero en la vida también existen finales felices.

Por cierto, en una fotografía de una reciente operación policial contra la corrupción pudimos ver, entre los fajos de billetes requisados, un décimo de lotería. Hay suertes más que extrañas, sospechosas.

Tengo un amigo que mantiene que si a él le tocase la bonoloto, antes de partir hacia Bahamas iba a pasarse un día haciendo pedorretas: al jefe, al banco, al casero… toda una rapsodia a dos carrillos. Y además, con baile regional. Pero lo dice porque no juega, si lo hiciese y le tocase, entonces posiblemente permanecería horas sentado en el sofá de su casa, con la mirada perdida en algún punto del vacío, como un viejo boxeador sonado. Y ni siquiera quienes más le conocemos podríamos discernir si está llorando o riendo.

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