Diario de León

FUEGO AMIGO

Fortalezas en derrota

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Según quien escriba la historia, el castillo de Cea lo arrasó la furia del rey Pedro I o lo iluminó con sus delirios de pasión, después de conocer en Trianos a María Padilla. Estos días Promonumenta nos alerta de su ruina inclemente, que se suma a la mella de los castillos de Omaña, Valcarce y Valderas. El castillo de Cea se eleva sobre un teso arcilloso que la lluvia va arando en surcos como cárcavas. El cerro se llama El Pego y su barrera provoca en la llanada un encharcamiento que la gente bautizó como Quebranta Aradas. Más allá de la escolta vegetal del río, los nombres no engañan y en estos pagos son frecuentes términos como El Charco o Los Navazos, que aluden a su anegamiento estacional.

Esta tendencia al desbordamiento se acusa en las corrientes mansas cuando fluyen con pereza por la llanada, sin accidentes naturales que conduzcan sus aguas. El Cea discurre bordeado por la cornisa de Campos y eso limita sus avenidas al otro lado, que mantiene despoblada una franja de varios kilómetros por cautela histórica. La gran obra civil de Cea es su puente de ocho arcos, que se diseñó con una barbacana que embocaba aguas arriba el cauce del río y con un tramo de calzada con alcantarillas, que prolonga el paso más allá del puente. Aunque Cea suena a vaccea, siempre fue un territorio fronterizo. Primero, entre aquellos primitivos agricultores y los astures; luego, entre los reinos de León y Castilla. Su escudo nos muestra un roble sostenido por dos osos. Repoblada por Alfonso III, enseguida se convirtió en plaza estratégica, una función que testimonia el torreón malherido por siglos de abandono. En sus buenos tiempos, sirvió como presidio de reyes navarros y nobles castellanos.

El caserío de Cea lo divide por la mitad la carretera, repartiendo el pueblo entre los barrios de Santa María y San Martín. A su imagen actual cuesta aplicarle el piropo de ciudad admirable que le dedicó Sampiro hace mil años. Ya se resintió del exceso el viajero Ambrosio Morales, pero no es cuestión de andar pisando callos. Para subir al castro del castillo, que tiene muy marcado el foso, hay que pasar junto al templo de San Martín, un pastiche con retales antiguos proyectado en 1910 por el escultor y filántropo Julio del Campo. En la meseta del cerro fortificado, una señal de peligro traída de alguna carretera avisa del riesgo cierto de dar un mal paso y caer al abismo del río. Es impresionante el cortado que se abre a los pies del castillo, que no se puede bordear andando. Para admirar su estatura desde abajo, hay que cruzar entre los muros, que abren un portillo de asombro a la vega, con cautela y regresando por el cauce del foso. Ortega nos advirtió que «los castillos envían ideas». Su ruina es una señal inquietante.

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