TRIBUNA
El Chevrolet, los libros imperfectos y Artur Mas
Como sabemos, «política» —etimológicamente hablando— deriva del griego polis; la ciudad-estado que sirve de base a la organización política y territorial de la antigua Grecia. Parece abarcar todo aquello que se refiere al Estado. Una unidad de vida total. A menudo se dice también que la política es el arte de lo posible y quizá por eso un conjunto dudosamente espontáneo y libre de ciudadanos catalanes se consideran a sí mismos meros instrumentos al servicio del Estado Español. Y albergan la esperanza de que ellos solos, constituidos a su vez en nación, puedan llegar a proyectarse sobre la realidad histórica. Pero el poder actúa a través del Derecho y los nacionalistas catalanes se sienten atados de pies y manos por la legislación española en lo que al tema se refiere. Pues sus aspiraciones se dan de bruces finalmente contra el hosco e imponente farallón gris de la Carta Magna, la cual se yergue de pronto como símbolo de que la política y el Derecho han de estar al servicio siempre de los valores morales más altos. Si bien es considerada por los nacionalistas catalanes como una fosilización estéril que compromete el futuro. Y vuelven ávidos entonces la mirada hacia la figura de Maquiavelo, pues sabemos que en su modo de educar al Príncipe, ya dejó dicho que si bien la traición en sí misma considerada no es una virtud moral, en lo que se refiere en particular al ejercicio del poder, es al menos una virtud política…
Voy pensando en estas cosas justo en el momento en que doblo la esquina de la calle Montera y me adentro en la Gran Vía, encaminando mis pasos en dirección a la Casa del Libro en busca de un libro imperfecto. Pues los libros imperfectos son los que más me gustan. Pese a ser yo una persona asocial y por lo mismo un tanto egoísta, me han invitado esta tarde a la celebración de un cumpleaños, y siempre regalo libros imperfectos. En la macrolibrería sólo encuentro de mi gusto los libros imperfectos. A uno parece que le desprecian y ven un ribete surrealista en su persona si confiesa su preferencia por los libros imperfectos. Piensan incluso que has tomado una sustancia alucinógena si traspones la puerta de la librería buscando a propósito un libro imperfecto. Como si temieran que el libro imperfecto fuera a estallarte en las manos. A mí me parece divertido: es una fiesta dirigirse al librero solicitando un libro imperfecto. Su lapidaria mirada te condena a muerte. Y no precisamente in absentia. Piensa que estas de broma en el mejor de los casos. En el peor, que has abjurado de un sacramento o perpetrado una abyecta bestialidad. Pero, ¿tiene o no un libro imperfecto? —se le inquiere nuevamente—. Con una mirada de asco sacude negativamente la cabeza y te da ostensiblemente la espalda. Y uno entonces se queda helado sólo de pensar, que todos los libros de la macrolibrería de principio a fin, ¡son saludables, rollizos, libros perfectos! Microlibrería en que se administra únicamente el talento.
En un kiosco de la Puerta del Sol compro el periódico del día. Y leo con suspicacia las últimas noticias que llegan de Cataluña: al PP catalán también le espían. En el detector de humos de un restaurante junto a su sede de Barcelona hallan camuflados una cámara y un micro. Llueve sobre mojado. Los políticos catalanes, con el telón de fondo del proceso secesionista, se espían entre ellos desconfiados, buscando en el contrario una información sensible que pueda afectar a su honor, intimidad y la propia imagen. Que les acabe debilitando…
Y como en este país se ha puesto al parecer de moda espiarnos taimadamente los unos a los otros, descubro ahora de vuelta en casa desde hace un buen rato, que también yo estoy siendo espiado por mi vecino semioculto tras los visillos de su habitación; mientras declamo en voz alta algo ligero de ropa, el tiempo invita a ello, el poema de F. Pessoa por el que siento debilidad: Al volante del chevrolet por la carretera de sintra. Bien plantado sobre mis piernas le sostengo entonces la mirada; como dándole a entender que empiezo al fin a conocerme y me aguardan en esta vida sensaciones nuevas. Esperanzado y a la vez algo turbado por haber sido descubierto, mi vecino, comienza a retroceder caminando de espaldas hacia el fondo de su habitación. Sin darse apenas prisa. Agitando en el aire suavemente su mano en señal de salutación y despedida. Lo mismo que si fuera un Tuareg y en lugar de hallarnos en medio de un escenario urbano, se encontraran de pronto nuestros pasos —a lo lejos— en mitad del desierto.
Ya en la ducha mi mente es asaltada de pronto, sin previo aviso por un liviano e inquietante pensamiento: «Algo pasa. Ya nadie se suicida por amor…».