Diario de León
Publicado por
roberto arias f.
León

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Lo contaba Julio Llamazares y no habrá más sucinta analogía entre la tragedia mortal del pozo Emilio y la que padecen desde hace ya demasiado tiempo las cuencas mineras de León, las de Gordón, el Bierzo y Laciana. «Murieron seis personas, sí; pero lleva mucho tiempo muriendo un oficio y también un territorio entero», proclamaba dolido el escritor en vísperas de los funerales por las víctimas del derrabe gaseado de grisú que dejó secos en el acto a seis mineros plenos de vida y de proyectos familiares. El venenoso e inodoro grisú se regenera, como el propio carbón, en grandes estados de putrefacción de materia orgánica. En ese estado de podredumbre late malamente el corazón de unas poblaciones que desde hace décadas han respirado gracias exclusivamente a la extracción del mineral de sus entrañas. Pero a diferencia de lo que ocurrió en la explotación de la Hullera, donde según casi todos los expertos el metano se llevó por delante todo el oxígeno de golpe y de manera fortuita dejando prácticamente sin capacidad de reacción a los trabajadores fallecidos, el gas sicario que asfixia a los territorios carboneros lleva lustros masacrándolos lentamente sin que nadie —las administraciones y los políticos básicamente— haga nada para detener un holocausto que lamentablemente parece ya casi irreversible.

No se sabe a estas alturas si en el caso del pozo Emilio se encontraran fisuras en la seguridad de los sistemas monitorizados que al parecer existían para detectar entre otras anomalías capitales para la subsistencia del personal la silente presencia asesina del grisú. En el caso de la defunción de la industria carbonera y por extensión de las miles de familias dependientes de la misma está claro que todos los indicadores llevan tiempo —gobierno tras gobierno— parpadeando en rojo sangre.

El gran problema es que los supervisores de esas señales de alerta y los que deben activar las medidas correctoras o de salvamento, los mismos que estos días se han desatrincherado de sus despachos y se han paseado compungidos por los escenarios de la tragedia y por los corredores hospitalarios, no entienden o no quieren entender las sabias palabras de Llamazares —el escritor— : «Murieron seis personas, sí; pero lleva mucho tiempo muriendo un oficio y también un territorio entero». Y aquí sí que no cabe duda sobre la flagrante negligencia de los vigilantes. Hiede como el azufre.

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