Diario de León
Publicado por
césar gavela
León

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El verano es propicio a los viajes. Las alternativas son innumerables y también hay quien se va con su tía misionera a pasar el mes de agosto en Chad –conozco un caso. Todo es posible: desde conocer las bellas ciudades alemanas hasta pasear por San Francisco. La mayoría de los ciudadanos, sin embargo, se ha de conformar con viajes más humildes, y muchos no pueden hacerlo.

Lo mío son los viajes pequeños. Algunos, al ser recordados, adquieren un brillo nuevo y veraz. Esta tarde cerré los ojos, traté de concentrarme en alguno de mis viajes y me encontré con uno, estival y antiguo, casi local y de gran sencillez. Un viaje que hice desde Oviedo a Ponferrada en 1970 en un tren barato. En un artefacto al que la gente le dio por llamar «la unidad».

La «unidad», que era de color verde y blanco, partió de Oviedo abarrotada. Tanto que a muchos nos tocó ir de pie en la plataforma, apretados unos contra los otros. Yo iba muy preocupado no tanto por el hacinamiento incivil sino porque me había gastado todo mi dinero adolescente en comprar un disco «long-play» de Víctor Manuel. Que entonces era un chico de 23 años, pero muy famoso ya con sus canciones «El abuelo Vitor», «Paxarinos» y otras. Para mí no había nada más deseado entonces que un disco del cantante asturiano. El hecho de haberlo comprado en Oviedo le confería un «plus» de legitimidad que valoraba mucho.

El disco llegaría a salvo a Ponferrada, pero estuvo a punto de morir en cada estación. En todo caso, lo más importante de aquel viaje fue un hombre que se montó en Mieres, precisamente la tierra de Víctor Manuel. Un hombre que no tenía piernas, segadas a unos centímetros de la ingle, tal vez en algún accidente ferroviario. Estaba en el andén, sin parientes ni amigos. Allí plantado, parecía enterrado en el cemento. Pero no lo estaba: así era su cuerpo, el que le quedaba. Llevaba unos tacos enormes de madera y cuero al final de cada muñón. Sus brazos eran muy fuertes. Cuando paró el tren, dos chicos que coincidían cerca, lo alzaron hacia la plataforma. Luego también subieron ellos. El hombre demediado, con gran temple, dijo: «gracias, compañeros», y se colocó junto al pasillo, tras mover con bastante rapidez sus brazos musculosos.

Esa escena no la olvidé nunca. Tampoco la felicidad que sentí al llegar a casa con el disco. Pero el disco pronto se convirtió en un símbolo de coraje, de plantar cara a la vida. Ya no era la música de Víctor Manuel su entraña, sino el recuerdo de aquel hombre valiente y solitario, que sin piernas y acaso sin familia, vivía en su casa y en los trenes. Aquel hombre que luchaba y que lo hacía con una dignidad que pocas veces he visto. Un viajero que amaba la vida y que la honraba. Con lo que tenía.

Viajar, muy esencialmente, es mirar. Mirar y que la vida que vamos conociendo se meta dentro de uno. Con la mayor intensidad, a ser posible.

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