Diario de León
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Hace ya muchos años, cuando la pedagogía usual entonces en la educación escolar incluía la memorización de los países con sus correspondientes capitales en un recitado cuasi litánico («Portugal, capital: Lisboa; Francia, capital: París»), en la singular retahíla sonaban países lejanos, que para mí eran todos, y nombres de ciudades de una extraña y enigmática fascinación, encabezados por estos dos y en ese orden: Ulan Bator y Kuala Lumpur. Un tercero los seguía a cierta distancia: Tegucigalpa, bello y extraño nombre que no me decía nada, capital de un país, cuyo nombre por el contrario parecía decirlo ingenuamente todo en el camino de la misteriosa lejanía: Honduras.

Leopoldo Panero, astorgano y poeta, estuvo en Tegucigalpa a primeros de febrero de 1950. Había partido de España el 2 de diciembre anterior en compañía de otros tres colegas del gremio poético, camino de una embajada de propósito cultural. Su primer destino fue La Habana y a continuación visitaron todos los países de la hermandad hispánica desde Colombia a Méjico, excepto Guatemala, no sé por qué razón. A los diez años del fin de la Guerra Civil española, el periplo sin duda tenía su atractivo, contando incluso con la dificultad y el riesgo, sobre todo allí donde la presencia de exiliados de esa guerra era más numerosa o ellos más influyentes o exaltados. Se demostró en la primera comparecencia de los vates en La Habana, recibidos con protestas, insultos, silbidos y algún lanzamiento de objetos comestibles en crudo. Fue allí donde un huevo volador y muy poco diplomático alcanzó al embajador. El tumulto se repitió en Caracas, pero ahora el huevo extraviado se estrelló en una estatua de Simón Bolívar, toda una acción por muchos considerada sacrílega, como si hoy el proyectil gallináceo hubiera pringado al difunto caudillo Chávez en augusta efigie. Así lo deploraba socarrón Luis Rosales: «el silbido más triste es el del huevo». Las protestas no impidieron el éxito y menos en Cuba, donde salió en su defensa Dulce María Loynaz, con toda la autoridad que le daba haber sido anfitriona de Lorca veinte años antes.

Panero, pues, estuvo en Tegucigalpa, acompañado por Agustín de Foxá, mientras los otros dos fueron a El Salvador. Foxá era un gordo jovial, notable escritor y buen poeta («mi corazón es una fruta y tengo / sabor de ola y racimos en la boca»). Fue en los primeros días de febrero, antes del 8 en que ya estaban los cuatro en Nicaragua (y aquí, por cierto, Panero fue nombrado hijo adoptivo de León, mientras Rosales, granadino, lo fue de Granada). Los dos dieron un recital en el teatro principal de la ciudad, al que asistió el todo Tegucigalpa, incluido el presidente Gálvez, que lo era desde poco más de un año antes, cuando sucedió al general Carías, llamado Tiburcio, el gigantón dictador durante 13 años.

Al día siguiente, el presidente puso a disposición de los dos poetas una avioneta que los llevó hasta las ruinas de Copán. Estas ruinas son la huella más al sur de la gran cultura maya, que se extiende hacia el norte por el resto de países centroamericanos hasta Méjico. No se sabe que los conquistadores españoles tuvieran noticia de ellas, porque para entonces yacían engullidas por la selva.

El libro Espejo de sombras, memorias de Felicidad Blanc, esposa de Panero, incluye una fotografía que muestra a los dos poetas flanqueando una estela gigantesca. Leopoldo viste saco y corbata, un atuendo no muy aconsejable en pleno día tropical. Es cierto que las tierras de Copán se extienden por cotas altas, donde el clima no es tan asfixiante y permite el cultivo del café y el tabaco, excelentes ambos, frente a las tierras bajas en los grandes valles de los ríos que serpentean lentos hacia el Caribe, donde el saco y la corbata pueden ser directamente homicidas. La impresión que les hizo la visita la sabemos. Foxá se refirió a estas ruinas en una carta a su madre como «fabulosas». Mucho más calado, literariamente hablando, tuvo la de Panero, que confesaría más tarde: «La deuda que contraje (…) pervive en mi canción». Y en efecto, tres años después del viaje, en 1953 publicó su gran poema de 1453 versos en tercetos encadenados, Carta perdida a Pablo Neruda , y en él cita «la sorpresa en ruinas de Copán», lugar dos veces llamado «riñón de Honduras», para extender la emoción a lo largo de catorce tercetos, donde está la confesión citada.

Muchos años después de su muerte, se publicó un pequeño texto en prosa de aliento poético, perdido entre sus papeles inéditos con este título: Los muertos de Tegucigalpa. El texto se construye sobre la visión del cementerio desde el que los ojos resbalan hacia la ciudad a sus pies. Podemos suponer a nuestro hombre años después sumergido en la añoranza de este viaje fugaz y los dos mundos entonces descubiertos: las ruinas de Copán, en verdad fabulosas, como apreció Foxá, aquel mundo remoto del que emergían enormes monumentos y desmesuradas imágenes, preñados de misterio y fascinante geometría bajo los árboles gigantescos, pero también el pequeño y entrañable ámbito de Tegucigalpa, con el cementerio que vio desde el hotel un amanecer, «colgado de una ladera».

Y así es como podemos sospechar la magnitud de la conmoción de 1950 en un hombre más bien hecho a las llanuras pardas y desoladas de la Sequeda astorgana, que en el mismo poema, nueve versos antes de referirse a Honduras y Copán, decía con tajante sobriedad : «Nací en Astorga, como pesa el tormo: / como una catedral desde un cimiento; / y con mi calle en sombra me conformo», como antes había afirmado su deseo de morir allí mismo, descansando «a dos metros de la nieve»: definitivamente lejos de aquella ciudad de extraño nombre y de su cementerio humilde en el que «acaso dormía el viejo descendiente maya, la destronada sangre real de un imperio milenario y oscuro».

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