Diario de León

TRIBUNA

Los pájaros y los días

Publicado por
Manuel Garrido. escritor
León

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L os campesinos siempre han tenido la compañía de los pájaros en sus labores de labranza y pastoreo, pájaros canoros a mansalva en la inquieta primavera o por el contrario ya enmudecidos en el otoño introvertido y silencioso. La primavera veía la salida de los labriegos para emprender la primera de las aradas, en dialecto ralvar, o la segunda, si aquella ya estaba hecha, llamada bimar. Se lo recordaban las alondras al amanecer y también las calandrias, «damas altas» en el verso del Cántico de Jorge Guillén. Así es como se interpretaba popularmente su canto cayendo de la altura azul: «A uñire, a uñire, a uñire (uncir)», recibido a veces con un cierto mosqueo, como le pasó a un hombre que acababa de perder, consumida de años y trabajos, una de las dos vacas que tenía. Una mañana al salir de casa oyó, como siempre lo había oído, el viejo reclamo a uñire, pero esta vez se encaró con el injusto pájaro invisible para espetarle: «¿Qué coño quieres que uña, si se me murió la vaca?». Ya en el trabajo, las llavandeiras blancas o amarillas recorrían los surcos de la húmeda tierra, su larga cola oscilante en la cercanía familiar del trío formado por la yunta y el hombre de la mano en la mancera.

En torno a los caseríos y entre los huertos y pequeñas praderas estaba el escenario del mirlo. Es posible que el género masculino se deba al macho cantor, porque en dialecto es femenino, acorde con su origen latino. En Cabrera, tras una ortodoxa diptongación y una no menos normal metátesis, terminó en mielra, nombre tan duro como melodioso el canto que emana de su garganta prodigiosa. Ese macho de riguroso negro y pico naranja posee una flauta mágica, que en el ámbito que digo suena como aquella de Azorín en la noche castellana: «grácil, ondulante, melancólica». No podía faltar el petirrojo, un pajarillo casi doméstico; su pechuga anaranjada recuerda el color de los pimientos y propició su nombre, también curiosamente femenino: pementeira. La esquiva oropéndola exhibía su brillante plumaje de negro y oro. Vuela ondulando, a veces en profundas columpiadas para elevarse a lo más alto de los chopos donde anida. Emite desde allí un potente silbido aflautado en grave trémolo; el habla popular la conoce, entre otras variantes, como milpiéndora o milpiéndola.

Al ámbito y tiempo del pastoreo se asocia el arrendajo, llamado en Cabrera gayo. La diferencia con el otro gallo está en ese adjetivo sustantivado que significa vistoso, porque alegre a la vista resulta en verdad su plumaje multicolor y su larga cola. Una leyenda popular lo asocia a la paloma torcaz o palombo (en masculino para distinguirla de la común, más pequeña o palomba), interpretando el grito estridente del gayo y el grave zureo del palombo, a propósito del bien acabado nido de aquel frente al elemental de este. Aceptó el gayo construirle uno, pero el caso es que el palombo no se separaba de allí y hasta aprobaba con un zureo enfático: «Así, así, sííí». Hasta que el gayo se hartó y cortó la retahíla con un seco y estridente: «¡Rayo! Si tanto sabes, falo (hazlo)». Nunca fallaba el cuco ni podía hacerlo, so pena de contradecir la copla popular, que lo cita cantando «en marzo o abril», porque si no, es que «está muerto o la fin va a venir». Las dos notas de su canto emitidas en el bosque de roble ponían un misterioso contrapunto de lejanía a las esquilas del rebaño. ¿Y cómo olvidar la tórtola? Su nombre en Cabrera y otros sitios es rolla, voz onomatopéyica de ese arrullo intermitente con el que parece dar cuerda al reloj perezoso de la canícula estival.

Pero la vecindad de estos y otros pájaros (envarada perdiz, pardal bullanguero, golondrina parlera, ruiseñor de las nocturnas melopeas) halló en cierta ocasión un signo inesperado y sorprendente. En el pórtico de la iglesia parroquial de Forna a la izquierda hubo en tiempos un osario. Cuando fue clausurado, quedó empotrada en la pared, que fue revocada con cal y arena, una cruz de madera con una calavera en cada uno de los cuatro extremos. Unas obras de restauración dejaron de nuevo a la vista cruz y calaveras. Un año un chochín hizo su nido en la más baja y allí siguió hasta que la calavera desapareció. Obvio es que nadie podía ya saber a quién perteneció la calavera, así como el dueño mismo tampoco pudo sospecharlo, pero el caso es que todos aquellos años durante unos días de la primavera tuvo la cabeza literalmente llena de pájaros. Acostumbrados a verlos en la metáfora, en este caso era la realidad misma la que nos sorprendía con una emoción profunda y pensativa.

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