Embajadores

S i hubiera relaciones diplomáticas con gente de otras galaxias, que son muchas, habrían suspendido todo trato con el planeta Tierra. Aquí no hay forma de entenderse. El individualismo ha derivado en catetismo, porque cada uno de nosotros somos muy de nuestro pueblo, que es infinitamente mejor que el de al lado, aunque éste diste sólo unos kilómetros. La Generalidad, que no se merece al ilustrado palurdo que la preside, no se da por conforme con tener embajadas en Nueva York, Londres, Berlín, París y Bruselas y quiere también tenerlas en Roma y Viena. ¿Y esto quien lo paga? Se lo preguntó ayer un ampurdanés egregio, Josep Pla, cuando vio a la gran ciudad norteamericana, y por lo tanto capital del mundo, encendida sin el menor rubor. Ahora el señor Mas, que no se conforma con menos porque aspira a todo, desafía al dubitativo Gobierno español. ¿Hasta qué punto se puede confundir la prudencia con la cobardía? Dicho de otro modo, ¿en qué momento se puede abdicar del artículo primero de la Constitución? Agitar el voto soberanista no puede traernos nada bueno, pero puede llevarse mucha cosas por delante, entre otras la idea de España, que a muchos no le entra en la cabeza y a otros nunca le ha entrado en el corazón. No hablo de patriotismo, que de eso habría mucho que hablar.

«Contigo y con tu castigo», dijo un poeta tachado de patriota. El lenguaje del dinero lo entiende todo el mundo, pero la marca electoral que lidera Ada Colau quiere hacernos comulgar con ruedas de molino que ya no funcionan.

Ciudadanos critica la moneda de Colau para Barcelona, veremos a ver si cuela. Hay que seguir hablando de regeneración, pero sin confundirla con regionalización. Está muy bien, aunque sea una estupidez comprobable, creer que el campanario de nuestro pueblo es el más esbelto y el que alberga las cigüeñas más adictas, pero no saquemos de quicio a España. Cuando una nación se va al garete es difícil regresar a ella. A algunos les gusta residir allí.