Diario de León
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León

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C asi pagaría sólo por verla acariciar las berenjenas. Separar las lechugas sin despeinarlas y exhibir con orgullo sus hojas frescas, escoger las frutas, meter la mano en el saco de las legumbres para dejarlas caer entre elogios a la cosecha de la tierra. Ataviada con un mandil casi tan impecable como su eterna sonrisa. No sé si voy encantada hasta su pequeña tienda para hacer provisión de frutas y verduras o para darme un revitalizante masaje de gente amable y alegre, que me devuelve al asfalto con una sonrisa tatuada en la cara.

Me pasa con otros tantos comercios de mi pueblo. En los últimos años he ido descubriendo una serie de pequeños grandes tesoros insospechados a priori por aquellos lares, que hacen del avituallamiento diario un placer doble: para los sentidos gastronómicos, porque su calidad es cada vez más difícil de encontrar en otro tipo de fórmulas comerciales cada vez más extendidas; y para el corazón y el ánimo, porque mis carniceros, pescadero, frutera, panadera,... son ya una pequeña familia con la que, más allá del intercambio comercial, comparto chácharas, recetas, días buenos y otros que no lo son tanto,...

Son héroes que sobreviven sin desánimo a los malos tiempos, aguantando el temporal del cambio de hábitos en muchos consumidores. Tienen a cambio la fidelidad inquebrantable de los muchos parroquianos que no cambiamos ni sus viandas ni sus cuidados y caras amables por oferta alguna.

Ese es el secreto del que siempre ha presumido el comercio local, y que en boca de informes y políticos se ha convertido en un mantra manoseado. No ha perdido en cambio un ápice de verdad: la atención personalizada, el conocer tus gustos, la cercanía, el conocimiento de su materia específica,... Eso es lo impagable de esta fórmula comercial, lo que algunos cada vez apreciamos en mayor medida.

Hace pocos días mi pescadero pareció sucumbir al desánimo de una Navidad en la que las alegrías en las cocinas parecieron pasar de largo de su exquisito establecimiento. Habló incluso de tirar la toalla. Y me dio un vuelco el corazón. No quiero perder a quien sabe muy bien qué se trae entre manos, y sigue nadando contracorriente trayendo a su pequeño mostrador de mármol peces que no saben lo que es una piscifactoría.

Sólo hay una fórmula para evitar que estas joyas desaparezcan de nuestras calles: apostar por la compra en los comercios locales. La recompensa va mucho más allá del estómago.

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