Diario de León
León

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El Tour es una estación de tres semanas que se cuela como un polizón en mitad del mes de julio para recordarnos que el verano no llega hasta que se adivinan las bicicletas como fantasmas borrachos, de una cuneta a otra, entre la niebla y las calvas peladas del Mont Ventoux, donde vela la Santa Compaña de Tom Simpson. Ni siquiera hace falta verlo. No es necesario. El Tour realmente se sueña. La carrera avanza paralela a la siesta que se descabeza después de comer, cuando el calor entrega los cuerpos al escaño en el se desnucan las cervicales. Uno cierra los ojos y cuando los abre, sin importar cómo, quizá sobresaltado por una inflexión de Pedro González que estás en los cielos, un ronquido ahogado en el paladar o la puerta de casa que se cierra de golpe con la corriente, se encuentra atrapado en un bucle. No hay por dónde escabullirse. Ni apetece hacerlo, cuando se descubre el maillot de Perico, impulsado como un resorte de peralte en peralte por las curvas de Alpe D´Huez, camino de vestirse de amarillo en la ronda de 1988. Quién va a querer escaparse de la imagen entreverada por detrás de la maraña de aficionados, con la carretera pintada de nombres hasta la paranoia, en la conquista de Luz Ardiden de Lale Cubino. Para qué buscar otro refugio que la silueta empapada hasta los huesos de Pantani en el Galibier, con el manillar agarrado por los cuernos en la etapa en la que rebasó al Chava Jiménez para hacerle un guiño al destino, que les despeñaría en la bajada del mismo puerto...

Hay quien cuenta la vida por los años que cumple y otros, como mi compadre Luis Urdiales, a quien le debo kilómetros de amistad que no cubriré nunca, por los Tour que ha visto. Son personas de una sapiencia infinita que saben que detrás de un puerto llega otro, que el peligro acecha en las etapas modorras de alpacas redondas en los prados a poco que se abanique el viento, que comprenden que ese momento en el que uno no puede más, cuando la bicicleta se traba entre las piernas y la punta de la nariz se acerca a la carretera, sólo es el umbral para descubrir la fortaleza que se purga a base de sufrir. Ahí sale ese carácter que imprime la bicicleta en personas como mi admirado Juan Conde, a quien espero en ruta. Son esas huellas visibles de los Tour que nunca he visto porque para mí el ciclismo es una excusa para la siesta. Luego uno se duerme y lo recuerda todo.

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