Diario de León
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CUARTO CRECIENTE. CARLOS FIDALGO
León

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Al monte Everest habría que llamarle la montaña de la muerte. Más de doscientos cadáveres, cuarenta de ellos visibles, jalonan las rutas de acceso a la cumbre más alta del mundo y algunos se han convertido en puntos de referencia para las expediciones que tratan de coronarla.

A uno de los cadáveres más conocidos lo apodaron Botas Verdes por el color fosforito de su calzado y se encontraba acurrucado en la ruta sur, a la sombra de una cueva de piedra caliza. Todos los montañeros que accedían a la cima por esta senda caminaban a su lado, hasta que hace dos años alguien se tomó la molestia de enterrarlo en la nieve. Pocos sabían que llevaba allí desde 1996 y posiblemente se tratara del cuerpo de un alguacil hindú, Tsewang Plajor, que murió de frío durante la terrible ventisca que el 10 de mayo de aquel año se cobró la vida de otros siete alpinistas.

Diez años después, causó indignación la muerte del británico David Sharp, que intentaba por tercera vez escalar el Everest en solitario, sin el equipo adecuado, y se refugió en la misma oquedad donde yacía el cuerpo de Botas Verdes cuando notó los primeros síntomas de hipotermia. Unos cuarenta escaladores se cruzaron con él. Muchos lo tomaron por otro cadáver. Otros pensaron que sólo descansaba y no le prestaron atención. Y hubo quienes se pararon a preguntarle, por fin, y le dieron oxígeno, pero lo dejaron allí porque el rescate a tanta altura también ponía en peligro sus vidas.

A partir de los siete mil quinientos metros de altitud comienza la llamada Zona de la Muerte en todas las grandes montañas. La baja presión hace que el oxígeno sea escaso y cualquier paso requiere un esfuerzo enorme. Si alguien no es capaz de moverse por sí mismo allí arriba está sentenciado y puede morir por un edema cerebral o pulmonar debido al mal de altura. Lo recordaba estos días en Bembibre el alpinista César Pérez de Tudela, convencido de que muchos de esos montañeros habrían sobrevivido si la solidaridad hubiera sido más fuerte que el deseo de hacer cima o no arriesgar la vida. Al final, el Everest sólo es una metáfora del mundo. La punta del iceberg de nuestro egoísmo. La montaña, no hay duda, que mejor nos ayuda a conocer de qué pasta esta hecho el hombre.

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