Diario de León

TRIBUNA

La culpa es de las procesiones

Publicado por
Ara Antón escritora
León

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L eo en un prestigioso diario la opinión de un no menos prestigioso representante de la cultura, que tacha de «visceralidad» a la expresión simbólica de una religión, considerando el amor a las tradiciones y a los símbolos como el origen de todos los males de una sociedad en quiebra. Asegura que la palabra «tradición» tenía —y tiene, añado yo, siguiendo su lógica— un sentido negativo. Según él, significaba «lo peor de nuestra reciente historia». Es el freno para el avance de la sociedad.

Muchos de los que se dan a sí mismos el nombre de progresistas quieren romper con todo lo que signifique pasado, costumbres, tradiciones… Y una, en su supina ignorancia, se pregunta: ¿Qué tiene que ver el respeto al pasado y al pensamiento de una mayoría con el avance social? Al contrario que mi respetadísimo personaje, pienso que nada o casi nada. Las gentes pueden seguir rezando a sus dioses y, simultáneamente, trabajar por sus tierras y convecinos.

Me viene ahora a la mente la opinión de C. G. Jung —nada sospechoso de ignorante o retrógrado— quien aseguraba que «el concepto de Dios es una función psicológica, absolutamente necesaria, de naturaleza irracional, que nada tiene que ver con la cuestión de la existencia de Dios». El hombre, en su absoluto desamparo, convive constantemente con hechos que le desbordan por su irracionalidad y precisa hallar algo que dé sentido a su vida. No todos somos tan autosuficientes e ilustrados, además de independientes y ricos, para poder permitirnos el lujo de no carecer de nada. Hay gentes, hundidas en la miseria, a las que les falta todo y que, ante el desvalimiento absoluto al que las someten aquellos «ilustrados o poderosos» que las gobiernan, para evitar que la mente escape a su control, necesitan refugiarse en algo inamovible y eterno —verdadero o no— que mantenga su esperanza en una vida mejor.

La tan traída y llevada Ilustración, que tantos datos científicos —que hoy ya empiezan a cuestionarse— nos aportó, eliminó de nuestra vida a los dioses. Pero —vuelvo a Jung—, ese simbolismo, esa energía ahogada y reprimida, pasó al inconsciente colectivo, envenenando la mente de los hombres, que antes la encauzaban a través de los actos simbólicos que vivían. Esa fuerza debe salir por algún sitio porque lo irracional está más presente en nuestra naturaleza de lo que nos gustaría o estamos dispuestos a admitir. Y esa todopoderosa Ilustración —¿Quién iba a imaginarlo?— degeneró en guerras y atrocidades, en las que el lado oscuro de los mal llamados humanos tomó el mando y los hechos más execrables se extendieron por doquier, sin que a nadie extrañaran; es más, la mayoría aplaudía, creyendo que esas barbaridades eran las oportunas y necesarias en aquel momento.

Actualmente comienza a admitirse, a todos los niveles, la influencia que los sentimientos y emociones tienen, no solo sobre la psique del individuo, también sobre su cuerpo físico. Creo que no deberíamos jugar con la «visceralidad» del hombre porque es la expresión de su lado oculto, controlado por una educación, más o menos acertada, más o menos profunda, gracias a la cual se puede vertebrar la sociedad. Si nos empeñamos en destruir las pequeñas y «controladas» manifestaciones de ese inconsciente, que salen a la luz en forma de arcaicas tradiciones y costumbres, la parte oscura puede rebelarse y estallarnos en la cara, por muy cultos y progresistas que seamos. Pues, aunque nos empeñemos en lo contrario, somos un todo, físico y psíquico, cuerpo y mente, o alma, o espíritu, o el nombre que le queramos dar, y este «todo» nuestro es a la vez integrante de un Todo superior, y ambos son interdependientes, y «lo que hagáis a uno de mis pequeños a mí me lo hacéis». Quitad a esta frase toda la religión que queráis y colocad en su lugar Universo, Materia, Energía… lo que os dé la gana, dependiendo de vuestras ideas, que, por mucho que deseéis verlas como nuevas, no son más que creencias, iguales a las de nuestros antepasados, aunque de signo contrario. Y, aunque os cueste creerlo, ellos también quisieron cambiar su mundo, haciéndolo a imagen y semejanza del entorno y del tiempo que les tocó vivir y que fue el que marcó sus intenciones, por encima de sus propios deseos.

Alguien dijo una vez que «no hay nada nuevo bajo el sol». Desgraciadamente, creo que tiene razón y que está muy bien que las jóvenes generaciones crean que es su momento y que van a conseguir darle la vuelta a todo porque, seguramente, de esos deseos, llenos de buena voluntad, algún avance positivo se conseguirá, como así ha sido casi siempre. Pero, lo que no entiendo es que haya quien siga pensando que para crear hay que destruir.

Y no, no tienen la culpa las tradiciones y las costumbres; ni siquiera el pasado. Si queremos buscar culpables no lo hagamos en «la nube» porque están aquí, alrededor y en nosotros mismos; aquí está la culpa.

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