Diario de León
Publicado por
antonio manilla
León

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Con su delectación por los sucesos truculentos, los telediarios cada día nos confirman que el mundo está más chalado que ayer pero también que somos afortunados por no haber sufrido ese huracán, padecido aquel atentado o no ser ese hombre inmundo que salvajemente ha asesinado a su esposa y luego no ha sido ni siquiera capaz de quitarse de en medio. Digamos que, a su modo, cumplen esa función catártica que la tragedia ofrecía a los antiguos griegos: ponen ante nuestra mirada un surtido catálogo de desgracias de las que no vamos a sufrir sus efectos, que contemplamos desde lejos y que en ocasiones incluso nos brindan una atribulada enseñanza práctica. Como no somos animales sin corazón, sentimos pena por nuestros semejantes, empatizamos con las víctimas, miramos a nuestro alrededor y nos invade un sentimiento de gratitud impreciso al confirmar, a nuestra vera, la presencia de los nuestros.

Hay un día, solo uno, en que no es así. El día del Gordo es justo al revés: después de todo un año acumulando desgracias en nuestra retina, durante una jornada, los informativos nos muestran la felicidad de los otros, la dicha incontenible de los poseedores de un décimo premiado con la lotería de Navidad, las locuras jubilosas y cucamonas que se perpetran cuando el destino parece que ha pegado un brusco volantazo y se dispone a reescribir algunas pocas biografías con letras de oro. Son expresiones y palabras estereotipadas, que se repiten con apenas variaciones, quizá porque tanto la alegría como las muchedumbres son siempre genéricas, mientras que el dolor tiende a manifestarse más específicamente. Todos, de estar en la misma situación, seguramente diríamos y haríamos cosas semejantes.

Posverdad, ese neologismo machacón que viene a señalar una mentira políticamente útil, más cercana a la propaganda emotiva que a la realidad certificada, acaso sea el término más adecuado para definir los gazmoños anuncios con que se nos publicita durante meses la lotería del Gordo. Cuando las bolas han salido y repartido una suerte siempre lejana, contemplamos en las imágenes televisivas, como en el vacío de una estatua, cierta desilusión por no haber sido agraciados. Y es que, por una vez, el telediario nos pone frente a nosotros mismos al mostrarnos en su espejo las celebraciones con cava y jolgorio. Y nos deja un poco más solos, encantados con la Poslotería, ese envés de una ilusión de inyección, como las burbujas del champán.

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