Diario de León

Franco, al juicio de la historia

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PANORAMA antonio papell
León

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L a guerra civil fue terrible. Según conclusiones definitivas —expuestas en la obra Víctimas de la guerra civil, coordinada por Santos Juliá, con Josep M. Solé, Joan Vilarroya, Francisco Moreno y Julián Casanova (Editorial Temas de Hoy)—, murieron unas 600.000 personas en la contienda, pero la represión durante y después del conflicto fue aun más abominable: en la zona nacional cayeron 100.000 personas asesinadas; en la republicana, 60.000, entre ellos 7.000 religiosos. Pero lo gravísimo es que, a partir de 1939, una vez resuelta la contienda con la victoria de los nacionales de Franco, el nueve régimen, amparado pretendidamente por una serie de valores trascendentes y tras haber prometido que quien no se hubiera manchado las manos de sangre no tendría nada que temer, encarceló a 270.000 personas y fusiló a 50.000. Otras 4.000 al menos murieron de hambre y frío en las prisiones. No es exagerado calificar de genocidio este exterminio sistemático y multitudinario de los vencidos tras la contienda. Porque resulta sencillamente obsceno que, tras una guerra fratricida, cuando llega la hora de la generosidad y la magnanimidad, el bando vencedor lleve a cabo una ‘limpieza’ sanguinaria contra miles de compatriotas, que son fusilados al amanecer y enterrados en fosas comunes.

En este contexto, es sencillamente inaceptable que, ochenta años después del final de aquella monstruosa guerra civil, se mantenga en los alrededores de Madrid un fastuoso y horrendo monumento a la victoria del dictador, con un túmulo que alberga sus restos y los del ideólogo del régimen, adonde acuden en peregrinación ciertos nostálgicos —bien pocos, obviamente—, algunos curiosos... y muchos turistas, perplejos ante el espectáculo ‘kitsch’ del Valle de los Caídos.

A estas alturas, los demócratas ya hemos archivado la ira, aunque nos sorprenda comprobar que en el Ejército español de esos 40 años de democracia han abundado los admiradores del fascismo, de la intolerancia y de la más insoportable intransigencia. Pero no podemos consentir ni un minuto más que, mientras prosigue la lenta exhumación de los fusilados, mientras este país alardea con razón de modernidad y de progreso, se mantenga este siniestro túmulo. Es como si en las afueras de Berlín pudiera visitarse el sepulcro de Hitler, erigido sobre un megalómano pastiche del arquitecto Speer.

Lo de menos es cómo se corrija este horrísono anacronismo. Algunos no creemos en absoluto que aquella cripta, excavada por presos políticos pueda convertirse por arte de birlibirloque en un monumento a la reconciliación. Hoy, en las guías turísticas, aún figura la huella de nuestro gran fracaso histórico, la sombra de nuestros muertos, el rastro de la más inicua guerra civil. La brutal paradoja ha durado demasiado tiempo.

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