Diario de León

SEGURIDAD Y DERECHOS HUMANOS ?ARTURO PEREIRA?

La época de las apariencias

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T odos tenemos una imagen ideal de nosotros mismos. Evidentemente, la mejor de las posibles dada nuestra naturaleza soberbia y egoísta. Esto, no sé si es malo o bueno, en todo caso es así y contra ello no se puede luchar porque lo ha sido, es y será.

Esta visón idílica se traduce en la imagen que queremos trasmitir a los demás de nosotros. Y, esto a su vez se traduce en comportamientos y actitudes que no siempre se corresponden con la verdad, o al menos con lo que en realidad somos ni si quiera parcialmente.

Consecuentemente, podemos afirmar con una cierta dosis de veracidad que nos pasamos nuestras vidas ejerciendo de lo que no somos, en definitiva, como se dice ahora estamos en un postureo permanente, un fingimiento de nuestra verdad oculta.

De esta realidad no se libra nadie, ni los sabios ni los tontos, ni los guapos ni los feos, nadie es ajeno a pretender dar a los demás la mejor imagen posible. Ni el peor de los criminales se resiste a la adulación de ser considerado por alguien como buena persona. Seguro que Bin Laden se sentía orgulloso de ser considerado por muchos como un combatiente por la libertad de los musulmanes oprimidos por occidente. Nadie en su sano juicio puede vivir considerándose a sí mismo un excremento humano y el más indigno de su especie.

Todos nos aferramos a nuestras ilusiones para combatir aquellos defectos y carencias que nos son propias. Las modelamos, e incluso a veces en un ejercicio de delirio, las olvidamos y nos consideramos personas renacidas y dónde había torpeza ahora habita el ingenio y dónde había defecto ahora manda la virtud.

No dejaría de ser una pequeña maldad todo este proceso de metamorfosis interesada, si no fuera porque tiene sus consecuencias negativas. Entre ellas, una de las principales es que este mundo está lleno de hipocresía. Casi nada es lo que aparenta ser, todo es artificio y solo a veces rascando en nuestro interior conseguimos hallar algo cierto en lo que hacemos o decimos.

Todo está adulterado por nuestro interés en trasladar una personalidad a los demás de la que carecemos, o al menos no tiene todas las bondades a las que nosotros aspiramos y que estamos convencidos nos permitirían ser mejor considerados por nuestros congéneres.

Alguien ha dicho que si nos manifestáramos plenamente tal y como somos y además dijéramos siempre la verdad, el mundo se acabaría con la rapidez que se consume una vela. ¿Es esto posible? Si la respuesta es afirmativa, debemos concluir que la naturaleza humana es cuando menos deficitaria y que todo aquello que predicamos como valores esenciales que deben guiarnos no deja de ser más que una falacia o realidad virtual.

Pero, si la respuesta es negativa, este postureo se revelaría como innecesario y además se podría atenuar en gran medida. Quizás la respuesta correcta se sitúe como casi todo en un término medio. Quizás sea necesario un poco de teatro para permitir que los actores no se acaben echando los trastos a la cabeza antes de tiempo y la obra pueda continuar.

Buscar ese término medio pudiera ser una misión que nos ocupe toda la vida dadas nuestras evidentes limitaciones. Con la intención de hacerlo sería más que suficiente. Dejaríamos aparcada tanta zafiedad y vulgaridad a la que asistimos a diario y de la que todos somos protagonistas. Dejemos en definitiva algún espacio mayor para la verdad y reduzcámoslo al fingimiento estéril.

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