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León

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erás ese día que a los de Valladolid se les seque del todo el gañote, y la CHD levante sin remilgos las compuertas de los azudes de Cistierna y Sahechores, y el canal de Galleguillos sea Amazonas en la época de lluvias; verás, al emerger del erial toda la epidermis agrietada de aquella tragedia humana que se renueva cada atardecer que un nieto desterrado añora pasar un rato sentado en el poyo que esquina la portalada de la casa que arrasaron a sus abuelos; verás, entonces, quién cuenta la verdad sobre los fiordos; u otros argumentos resueltos a modo del consultorio de Elena Francis. Si el canon de belleza sale de un muro de hormigón, se confundieron de lugar; con uno en La Bañeza y otro en Cimanes de la Vega bastaban para liquidar de un plumazo el problema del leonesismo. Al socialismo se le da como dios reescribir los acontecimientos; incluso, cuando gana, como esa vez que hizo de mayordomo del Estado en la batalla desigual que perdió Riaño. Los ejecutores del ataque quieren blanquear el capítulo más negro de la historia reciente de León. Que no fue Franco; el gatillo lo apretó González; Felipe, y un puñado de sicarios, capitanes, sargentos y furrieles, según, que aún marcan por ahí las esquinas en plan machos alfa del quitamanchas de Suresnes, comisarios políticos de la Stasi que llevan dentro. Emplearon tanto ardor en defender la presa como ahora en mantener la dictadura de Maduro en Venezuela. Qué cabrona, la hemeroteca. Por eso vuelven a la carga, a redimirse; de la culpa, de la vergüenza, del dedo, del murmullo, del ése, ése fue uno de los que ahogó la estirpe de los míos bajo una losa, para siempre. Qué salvajada. Lo menos que exigen las sociedades democráticas es respeto; dignidad, para las víctimas que dejaron por el camino; para los purgados, para los que murieron de pena, según definió uno de los niños del colegio de La Biesca sobre el silencio que sucede a los embalses, en un documental que honra a las víctimas del Luna, otro valle arrasado de León. Nombradlos y no habrán muerto. Ni en la tumba de Vegamián que, a veces, cuando el verano retira la lápida, deja ver a Lázaro entre los sillares de Utrero; ni en el balsón de Bárcena, donde cantan afónicas de angustia las sirenas del Sil.