Diario de León

Andaluces de Jaén y bercianos cordobeses

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o quiero que nadie lo tome a mal ni se ofenda: ni los leoneses, ni los andaluces, y menos el malogrado poeta M. Hernández, o el afortunado y longevo cantor Paco Ibáñez, que homenajearon a los andaluces de Jaén, a esos «aceituneros altivos» —no a los que trafican y especulan con el aceite—, sino a los que, con «trabajo y sudor», recogen la aceituna y plantaron los olivos. En nuestro familiar y vacacional viaje tras terminar el semestre de primavera, decidimos darnos un garbeo por el Sur de la patria. Era finales de mayo, y el clima en el sur, contra muchos pronósticos, fue benévolo y complaciente. Los temidos calores no llegaron, y sí lo hicieron una brisa fresca y una temperatura agradables para caminar por Córdoba «sultana y mora», y por Granada, «la tierra soñada», y por Sevilla, «la de las mil maravillas». «Córdoba de mil canciones que van marcando distancia, ciudad que te da emociones con su porte de elegancia». Así es Córdoba, la patria de Séneca, Averroes, y el judío Maimónides, a los que el pensamiento medieval tanto les debe. El emir Abderramán I, iniciador de la gran mezquita, recuerdo y regalo, ya terminada, del califa Abderramán III, al pueblo cordobés. Joya hoy, más mora que cristiana.

Montilla, ciudad cordobesa, fue incorporada a la corona castellano-leonesa en torno a 1241, durante la segunda estancia de Fernando III (el santo) en Córdoba. En estos años comenzó el repoblamiento de Montilla con familias provenientes de León, por lo que los apellidos Domínguez, Carpio, Quintero, Contreras, Cabello, Fernández, Llamas, Salas, nos suenan tan familiares entre sus habitantes actuales. Pérez-Reverte llega a decir que Fernando III, «fue pedazo de rey, que tomó a los muslimes Córdoba, Murcia y Jaén, hizo tributario al rey de Granada, y, reforzado con tropas de éste, conquistó Sevilla, mora durante cinco siglos, y luego Cádiz». En Montilla vivió Cervantes, dejándonos el retrato de la , hechicera y bruja, a la que inmortalizó en su novela ejemplar, . También Montilla es la patria de don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, de tantas y tan decisivas batallas y resonadas victorias. Son mundialmente famosos sus vinos, y junto con la cercana Moriles integra la Denominación de Origen Montilla-Moriles. En restaurante cordobés, al lado de las columnas del templo romano mandado construir por el emperador Claudio Marcelo, comimos la mejor comida de toda la turné y, por si fuera poco, a la sobremesa nos obsequiaron con una copita de Pedro Ximénez que, a mí, poco ducho en vinos, me supo a un delicioso orujo berciano, de finas hierbas. Vino dulce de textura suave y aterciopelada, «la dulce joya enológica», criado en madera vieja de roble americano, que hizo sonreír a nuestros acompañantes amigos americanos.

«Entre los 3.000 andaluces que llegaron al Bierzo a mediados del siglo pasado» (Gavela), había un montillano que trabajó en Vivaldi y, después, por 30 años, fue casero, para la familia Honigmann, habitando cuasi ermitaño, en la Peña de Congosto. Tenía la sal, la gracia y el gracejo cordobés. Nunca se le conoció parentela alguna, y solo tras su muerte, vino a encontrarlo su esposa y sus hijos —que lo habían dado por desaparecido—, para lamentar tantos años de enigmática y misteriosa ausencia, y llorarlo. ¿Fue el espíritu ancestral de José Montilla Cabello un alma nostálgica de la tierra leonesa, a la que regresó tras siete siglos de ausencia, para quedarse definitivamente en ella?

Saliendo de Montilla, hay viñas y olivares formando en la distancia un manto verde infinito. Y repentinamente, rompiendo con todas las sensaciones visuales, aparece un lugar concreto, el punto geográfico exacto del centro de Andalucía, justo después de Montilla y camino de Granada: Cabra. Subiendo los puertos de Cabra, Lorca nos acompaña con su , tan lleno de elucubraciones oníricas, «Compadre, vengo sangrando, desde los puertos de Cabra…».

Granada, de jardines y surtidores. «Sangre por los mirtos y aguas de los patios», «la sangre caída del mejor hermano» (Alberti). Bien cierto es que siempre soñé con ir a Granada para gozar la Alhambra y escuchar, ver, degustar el baile flamenco en toda su salsa. «Nunca fui, ni vi, ni entré a Granada» (Alberti), pero finalmente, yo prometí como el poeta, «entraré en Granada», y la verdad es que, de entrada, me quedé sin palabras para describirla. Sierra Nevada al fondo, lanzando oleadas de frescura de su nieve soleada. La Cueva de la Rocío, La Amaya. Vino y comida sin grandes pretensiones ni dispendios, y de plato fuerte la esperada agonía unamuniana del flamenco, vista, olfateada, saboreada de cerca, en todo lo que a la parca cena le echamos en falta.

Y viniendo calle del Darro abajo, en pleno barrio del Albaicín, en un curioso y tapiado balcón, aparecieron la leyenda, y con ella sangre. Un noble, viudo, altanero y avinagrado cristiano, vivía con su joven hija Elvira. Elvira Zafra y Alfonso de Quintanilla, familias rivales, se enamoraron. Los amantes, con la ayuda de un paje, se veían algunas noches en la habitación de la dama. Una de esas noches, el viejo Zafra, a punto estuvo de sorprenderles, pero Alfonso pudo escapar. Cuando Zafra abrió la puerta encontró a su hija medio desnuda al lado del paje. Al verlos juntos pensó que el paje era quien la había deshonrado, y ni corto ni perezoso, decidió colgarle del balcón. Pidiendo justicia estaba el paje, mientras Hernando de Zafra se chanceaba, «pide cuanta justicia quieras. Ahí ahorcado puedes quedar esperándola del cielo». Luego de la ejecución, Zafra mandó tapiar el balcón y escribir encima la frase, bien legible, «Esperándola del cielo». Elvira fue enclaustrada, y un mal día acabó con su vida un poderoso veneno.

El techo de la sala de los Abencerrajes de la Alhambra, afiligranado por el oro del atardecer, choca con el suelo de la misma que sigue teniendo color parduzco, todavía imborrable, y un cierto olor a sangre mora. Y de nuevo, la sangre, porque allí perdieron la vida los 36 nobles abencerrajes de la tribu de Aben Hud. El imperio de los abencerrajes fue completamente reprimido y aniquilado con sus gentes y palacios por el sultán Muley Hacén, rey nazarí de Granada —que dio nombre al pico Mulhacén, el más alto de la península ibérica, en Sierra Nevada——, para evitar las continuas y repetidas intrigas políticas y fortalecer así la monarquía. Ahora entiendo, por qué don Paco, el maestro del pueblo, señalaba nuestros repetidos errores con la misteriosa expresión de, «¡tozudo, cabezón, que eres como un abencerraje!», sin que nosotros supiéramos el significado de la dichosa palabrita, que se vinculaba con los tercos y obstinados abencerrajes granadinos.

Y todo fue llegar a Sevilla (la Sevill que mis estudiantes pronuncian y sueñan), precedidos y acompañados de olivares y viñedos, sol y brisa, para plantarnos ante la Giralda, tan alta como la luna de la eterna y estrellada noche sevillana. «Sevilla tuvo que ser con su lunita plateá testigo de nuestro amor…». Y Sevilla, como siempre, está de fiesta. Por calles y plazas hay movimiento de tropas. Ni es Queipo de Llano, ni es Fernando III los que mañana vuelven a la ciudad, sino un heredero del trono que el santo rey leonés ayudó a construir: Felipe VI, y los andaluces se preparan para recibirle, como recibieron al rey leonés casi ocho siglos atrás, en 1241, y le han invocado por espacio de siete siglos, aunque solo fue canonizado por Celemente X, en 1671. Con ahínco busqué en la catedral el túmulo a Felipe II, pero no pude espantarme de ver «tanta grandeza», como vio y cantó Cervantes, porque se lo llevaron a El Escorial a descansar con la familia real al completo. Rojo y abrumado de tanto preguntar, me di media vuelta, calé mi gorra visera, de soslayo y a empujones busqué la salida, ahuyentéme, y no hubo nada.

Viendo los palacios, fuentes y jardines moros, uno piensa que los reyes cristianos fueron sensatos al no destruir tan grandiosos lugares de confort y belleza sin par, en salas y salones, dormitorios, estancias de recibimiento a los embajadores, porque eran superiores a las que ellos tenían. Todavía los reyes cristianos no se habían quitado las ropas de la guerra, ni sus capitanes el pelo de la dehesa, cuando ya los jefes árabes disfrutaban los auténticos paraísos nazaríes, gozando de una vida cómoda, muelle y placentera.

Con tan solo verla, se antoja Andalucía una hermosa tierra de contrastes. Tierra de moros y cristianos. Tierra de gitanas, braceros y señoritos. Andalucía, del flamenco y del Rocío. Andalucía tierra de la agonía y del grito, del llanto y del canto. Andalucía, sin ella a España le faltaría el rítmico jaleo de la soleá y el llanto compasivo de la saeta.

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