Diario de León
Publicado por
León

Creado:

Actualizado:

eía en un periódico que las chicas habían alcanzado las notas más altas para poder elegir carrera. Esto fue en un diario del sur. Ignoro si en otras regiones —perdón, autonomías— habrá ocurrido lo mismo; sospecho que sí. Las mujeres, menos dispersas que los hombres, siempre han llevado sobre sus hombros el peso del mundo. Como aseguraba Simone de Beauvoir: «El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres».

Conocí bastante bien, por vivirlos en primera persona, los hábitos vitales de la zona de Tierra de Campos, en la provincia —¿estará bien dicho así?— de León. Eran tiempos duros, casi medievales. Las mujeres se levantaban antes del alba, para organizar la salida al trabajo diario. Luego caminaban, siguiendo a sus hombres, cargadas con el último de sus descendientes o con él aún en el vientre, kilómetros, hasta alcanzar, más allá del horizonte, el trigal o el majuelo al que hoy tocaba recoger, segar, sulfatar o «alumbrar». Todos y cada uno de los trabajos a realizar en aquellas tierras de pan y vino, eran conocidos y desempeñados por ellas, a la par que los varones. Algunas veces con el corazón encogido, por haber dejado al más pequeño, echado sobre una manta, a la sombra del carro, si es que lo tenían, y si no, junto a cualquier raquítico matojo porque las manos habían de estar libres para desempeñar la tarea diaria. Y luego, al caer el sol, vuelta al pueblo, para preparar la cena y la comida del día siguiente, atender a la chiquillería, echar un remiendo o barrer el suelo y, mientras, los críos mayores, si había ganado, lo conducían al regato a beber y, mientras... Mientras, el hombre de la casa, paseando tranquilo, hasta la bodega por un jarro de vino. Allí, junto a vecinos y amigos, se compartía un vaso de grueso cristal, para «probar» el caldo de este o aquel, hasta que los patriarcas calculaban que el ágape estaría dispuesto, los animales en los establos y los pequeños llorones, a poder ser, dormidos.

Esto en Tierra de Campos. Yo lo viví. No me lo contó nadie y, aunque era muy pequeña, sin saber que alguien ya lo había pensado, «me dolía la mujer en todo el cuerpo». Imagino que en la montaña, con otros afanes, ocurriría lo mismo.

Ahora ya casi no quedan agricultores ni ganaderos. Hemos conseguido acabar con ellos. Los hijos y nietos de aquellas gentes vivimos en las ciudades. ¿Y qué ocurre aquí? Pues lo mismo. Las mujeres trabajamos fuera y, salvo honrosas excepciones, volvemos a casa y trabajamos dentro. Los hombres no van a las bodegas; van a los bares o se desparraman en el sofá ante la televisión. Normal; vienen agotados y saben muy bien que alguien se ocupará de la intendencia.

Pero las féminas insisten. Trabajan, estudian, amamantan y son las mejores.

¿Qué podemos hacer para pararlas? Pues... No sé. ¿Matarlas quizá? Eso ya lo estamos haciendo, pero no se rinden. Y las muy jóvenes aún son peores. Saben que pueden desempeñar cualquier labor y además muy bien e incluso salen, como nosotros, de noche y se divierten y... Hay que pararlas. ¿Cómo? Asustándolas hasta el terror. Una noche de estas nos reunimos unos cuantos salvajes y las violamos y luego buscamos a alguien serio y sesudo que les aconseje que no provoquen con ropas inapropiadas y que, mejor, para no tener que volver al hogar a oscuras, por vericuetos de calles sucias, abandonadas y silenciosas, en las que, en cualquier rincón, se pueden encontrar con una jauría que las atacará sin piedad, mejor, sin ningún género de dudas, que se queden en casa. Tejiendo, cosiendo y viendo las aventuras de cualquier inútil, para que aprendan educación de mercado —con perdón de los mercados, mercaderes y mercaderías— y puedan soñar con alguno de esos prefabricados modelos que les muestran. Pero en casa; siempre en casa. Y la sociedad desoyendo a Tucídides, cuando aseguraba que: «La mujer es algo, mientras que el hombre no es nada».

tracking