Diario de León
Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán. De la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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Esta pandemia que nos asola, nos produce dos situaciones importantes en la vida: una la terminación de la misma y, otra, la ausencia de libertad. La primera no tiene remedio y fatalmente se extingue la vida. Pero no es solo por una enfermedad o por un virus, ajenos a la voluntad de la persona, también lo es por guerras y decisiones voluntarias de los que rigen la sociedad, es decir, los políticos. La más cercana que fue la II Guerra Mundial murieron millones de jóvenes en el frente por decisión de dirigentes ofensivos o paranoicos y otros defensivos y agresivos.

A nuestra sociedad —opulenta, pacífica y progresiva— le ha pillado por sorpresa esta pandemia a la que se ha tenido que adaptar con resoluciones jurídicas y administrativas. Puesto que nuestra Constitución ofrece a la ciudadanía el más preciado de los derechos, y en su artículo 15 se dice paladinamente que «Todos tienen derecho a la vida»; y en su artículo 43 «se reconoce el derecho a la protección de la salud». Con estos preceptos, todo ciudadano debería de exigir a los poderes públicos la guarda y cumplimiento de ambos derechos.

Con respecto a la vida, se sabe por el artículo 32 del Código Civil que la personalidad civil se extingue con la muerte de la persona, de forma que el óbito —sea cual sea la causa— determina un acto jurídico. Así fríamente. Mas, en estas circunstancias del advenimiento —anunciado— de la pandemia del coronavirus, es obligación de las autoridades públicas —del Gobierno y las instituciones regionales o locales— velar por el mandato constitucional de la protección de la vida; para eso están las Leyes. En el caso de la Ley de Seguridad Social que se rige por los principios de universalidad, unidad, solidaridad e igualdad. Pero, además la Ley de Sanidad que trata de «hacer efectivo el derecho a la protección de la salud».

Se corre el peligro de que, al amparo de normas excluyentes o transitorias del valor libertad, se quiera retrotraer a la pretensión de Lenin cuando decía que «la libertad es un prejuicio burgués»

Nuestras autoridades se ponen manos a la obra —como se dice vulgarmente— el 14 de marzo a través de las normas del estado de alarma en el que se limitan algunas libertades y se suspenden algunos derechos. Eso no ha impedido que se produzcan muertes —conculcar el derecho a la vida— sobre todo de personas mayores; y si la responsabilidad de la vida y la salud recae en los gobernantes políticos, podríamos decir con Galdós, que estamos «…poco a poco llenándome de hastío, del cual nace este mi aborrecimiento de la política y del propósito firme de huir de ella en lo que me queda de vida» ( Los apostólicos , II, 180).

Se desprende de las estadísticas, hasta ahora, de que la mayoría de los fallecimientos corresponden a personas mayores —más de 70 años—, esto es, una generación a la que hay mucho que agradecer. Se debe saber que la generación que pasa a otra vida como consecuencia de esta pandemia, procuró con sus acuerdos el advenimiento de la democracia, que crearon empresas gracias a las cuales se emplean ahora los jóvenes, que investigaron en las diversas ciencias y publicaron textos en los que ahora alcanzan conocimientos los estudiantes de nuestras universidades, que, en fin, construyeron las familias y la tradición en la que se pueden apoyar los valores de las siguientes generaciones. No obstante, si tienen que morir lo harán pensando en el verso de Miguel Hernández: «Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta».

Las normas restrictivas del Real Decreto de Alarma producen varias limitaciones de derechos temporales, como el de libertad de circulación (art. 19 CE) y otros varios relacionados, tales como libertad de culto, de empresa, la propiedad privada, etc. Pero el bien sagrado de la libertad queda subsumido en las normas actuales a las que el ciudadano español—con disciplina generalizada— se ha sometido. Incluso parece que podríamos estar conculcando el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: «Todos los seres humanos nacen libres (…) en derechos».

Se comenta que a una pregunta de Fernando de los Ríos a Lenin, este le contesta. «¿Libertad para qué?». Pues ahora nos estamos dando cuenta del preciado don que es la libertad de circulación y de residencia. Ya de paso, se necesita la libertad para opinar, para decidir sobre la ideología, para expresar la dignidad de la persona, para evitar la dictadura. En fin, para el desarrollo de la actividad humana en los valores morales y éticos. No obstante, parece desprenderse de esta situación anómala, una tendencia de la izquierda ideológica de aprovechar el momento para que predomine lo público —incluso en la ideología— sobre lo privado. Se cita el artículo 128 de la CE en el que se dice que «toda la riqueza del país (…) está subordinada al interés general». En efecto, así debe de ser en un Estado democrático. Pero también es un principio democrático —en el sentido más puro del término— según la Constitución (art. 38), que reconoce la libertad de empresa y la economía de mercado.

En estos momentos —y por la declaraciones de nuestros políticos— se corre el peligro que, al amparo de normas excluyentes o transitorias del valor libertad, se quiera retrotraer a la pretensión de Lenin cuando decía que «la libertad es un prejuicio burgués», volviendo a la anacrónica lucha de clases. O invocar la teoría de que todas las revoluciones se hacen con muertos, para cambiarla y aprovechar los muertos para hacer una revolución. Impropia del siglo XXI en nuestro entorno occidental y europeo. No hay más revolución democrática, que ampare la vida y la libertad, que la Constitución nacida en 1978.

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