Diario de León
León

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Conocí, hace muchos años a una persona encantadora, alegre, sin doblez alguna. Recuerdo una vez que él estaba pasando por una situación delicada; le noté alicaído, triste incluso. Sonreía forzadamente como si quisiera transmitir una alegría de vivir que se le escapaba sin que lo pudiera evitar. En un momento de la conversación, y haciendo alusión a la situación molesta que le estaba mortificando, se arrancó con decisión y dijo: «Para vivir así (yo me temí lo peor, producto de la desesperación), es mejor no morirse nunca», remató. Genio y figura. Reímos juntos la ocurrencia. Fue como un juego, un regate a la vida y a la muerte, un cántico a la primera a pesar de los pesares. Aquel hombre amaba la vida. Murió muchos años más tarde, nonagenario, con la sonrisa en sus labios, demenciado y, por tanto, sin ningún temor a la muerte porque la ignoraba. La lección de valentía, de arrojo ante las dificultades de la vida sigue presente en mi memoria.

Este preámbulo viene a cuento de cómo afrontar una situación que nos preocupa a todos: la guerra de Ucrania y un posible desenlace desastroso, el apocalipsis, el holocausto final definitivo de la raza humana por las bombas nucleares cayendo por todas partes. Ya sé que la situación es muy delicada, que el miedo es libre, como vulgarmente se dice, y que cada uno se defiende como puede. Todo parece indicar que un sujeto, ahíto de odio, de deseos de una venganza irracional, con pretensiones megalomaníacas de poder, de sobresalir por encima de todos, utilizando torticeramente a su pueblo a quien intenta convencer de que pretende llevar a cabo una misión especial para su país en la historia universal de la humanidad, amenaza con la destrucción y la muerte. Eso sí, como buen manipulador, mentiroso y paranoide asegura que él solamente se defiende, que son los otros los malos de la película, los que le atacan. El peligro existe realmente, y la muerte puede estar a la vuelta de la esquina.

Este personaje, matón de oficio y beneficio, entrenado en las más repugnantes maniobras de eliminación de aquellos contrarios a sus intereses y a los de su banda, ha ampliado sus amenazas a todo el Occidente. O me salgo con la mía o se acaba el mundo, parece decir. Al margen de lo que haya de farol o de intención real, los demás ¿qué podemos hacer? Según mi observación, hasta el momento, Europa ha pasado de ser, primero espectador, implicada después sin determinar hasta donde, y finalmente víctima por la privación del preciado combustible. Ha sido entonces cuando ha tomado realmente conciencia de la gravedad del problema.

A mi juicio, Europa, más interesada en legislar, impartir lecciones de «defensa» de los valores occidentales y, sobre todo, no perder de vista la bolsa de los dineros, ha perdido un tiempo precioso para enfrentarse al sátrapa. Es cierto que entontecida con el culto al money se olvidó, desde el principio de la formación de la Unión, de crear un ejército digno de ese nombre, pensando, quizás, que ya no se lleva la guerra (concepto éste, obsoleto, superado por el culto al diálogo y el amor al estilo hippy), o que, interpretando a su manera el mensaje evangélico, que loa según le interesa, su reino no es de este mundo. Dándose cuenta enseguida de que, si se enfrentaba, si enseñaba los dientes al matón se los iba a partir, llamó a su primo, «el del zumosol» (USA) y le pidió que fuera el primero en enseñar la jeta, que a él le daba la risa (como en el chiste). Lo que ocurre es que su primo tampoco quiere hacer el primo y se lo está pensando al mismo tiempo que se frota las manos, en señal del negocio a la vista, y se prepara para sacar pecho si lo considera conveniente.

Ignoro la cantidad de personas y personajes que viven de la llamada diplomacia de la Unión Europea. Exceptuando las excepciones (que las ha habido, es cierto), el papelón de esa cohorte, generosamente financiada, ha sido lamentable, banda de inútiles que viven de la mamandurria. Seguro que seguirán con el discurso de la defensa de los derechos humanos, con las lamentaciones ante el pisoteo de los mismos, que malamente pueden defenderse si no existen porque alguien los ha destruido. Han amagado, eso sí, con enfrentarse al matón utilizando lo que ellos creían un arma contundente, el dinero, que es prácticamente lo único en lo que son supuestos especialistas. El matón se ha descojonado de la risa con esas medidas porque él está en otra onda, aunque le hayan hecho un daño llevadero. Donde sí han acertado, aunque tardíamente, ha sido en el campo de batalla que es, desde el principio y por principio, donde se demuestra la lucha contra el sátrapa. Cuanto mejor conoces al enemigo, tanto sus puntos fuertes como los débiles, más terreno ganado tienes hacia la victoria. Hasta hace poco, Putin conocía mejor los puntos débiles de sus enemigos. Ha jugado con ventaja.

Ahora pasemos al episodio siguiente: El ejército ucraniano, generosamente apoyado por Occidente, eso sí, ha enseñado los dientes al agresor, dando muestras de valentía y de lucha eficaz dirigida por profesionales estrategas de la guerra, o sea por los militares competentes que son, realmente, quienes conocen el asunto. No ignoro, al contrario, y defiendo la importancia de la diplomacia en aras de evitar los conflictos o de tratar de resolverlos lo antes y mejor posible. Pero si el atacante no se presta, no se aviene a razones, lo que no procede es arrugarse ante las amenazas, por muy graves que sean, de un psicópata que pretende poner de rodillas a sus pies a todo el mundo. Lo único que conseguiríamos si cediésemos a su chantaje sería la pérdida de la libertad, la muerte en vida. Es, pues, a nosotros de elegir, de tomar la decisión de plantar cara aun a costa de un cierto riesgo de destrucción a nivel planetario. Esa posibilidad existe, pero no olvidemos que, si no nos defendemos, la probabilidad de que ello ocurra es más cierta todavía.

Ya sé que algunos, muchos quizás, pensarán que, dado que la vida de una persona es finita, no sería nada descabellado esperar a que Putin pase a mejor dimensión eterna y, «muerto el perro se acabó la rabia». Al fin y al cabo, ya ha ocurrido más veces en la historia de la humanidad. Convendría valorar también cuánto dolor, cuánta tragedia se habría evitado si se hubiera reaccionado a tiempo y con firmeza en los casos a los que se hace referencia.

Por otra parte, la muerte de Putin no garantiza la desaparición del peligro ya que otros podrían coger el testigo. Lo que, seguro, quedaría en los anales de la historia sería la cobardía y/o el egoísmo del momento en el caso de hacer la vista gorda.

PS. Me acabo de enterar que el patriarca de la Iglesia Ortodoxa de Rusia no solo respalda la guerra contra Ucrania, sino que también, excediéndose «un pelín» en sus facultades, me parece a mí, asegura que a aquellos que mueran en el campo de batalla (los rusos; a los ucranianos que les den) les serán perdonados sus pecados. No sé si nuestro Papa tiene algo que decir o hacer. Yo, por mi parte, exclamo: ¡Manda huevos!, remedando a Trillo.

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